Revista En Femenino

Tangalandia

Publicado el 20 diciembre 2010 por Historiadea
De manera periódica aterrizan sobre el cordel de mi tendedero unas bragas color carne del tamaño de la provincia de Badajoz.
La primera vez que ocurrió semejante hecho fue allá por la primavera, que ya se sabe es única haciendo caer los subterfugios de los tejidos. En ese momento no quise darle importancia al braguizaje aunque, todo hay que decirlo, le dediqué una entrada en Facebook e incluso me pregunté a mí misma, atribulada y pensativa junto al mismito cordel, si debía o no interpretar aquello de las bragas como una señal.
Pues bien... Hoy, que han vuelto a caer con el mayestático peso de su lycra y su algodón (imagino, por la pinta, que en una proporción 70/10), lo veo todo meridianamente claro y, según me cuchichean los musos a ras de oreja, este post va a tratar _en plan refilón, que el tema da para mucho_ de atuendos interiores femeninos allende el mismo ombligo. Concretamente, de lo que unas y otras _o sea, yo misma_ elegimos para invisibilizar el Monte de Venus o, como en el caso de mi vecina _e inferido directamente de las dimensiones de las bragas de marras_, también el Kilimanjaro y el Krakatoa.
Hay un momento en la vida de toda mujer en que debe decidir si mantener la línea materno-decente de la braguita de algodón tal y como todos la conocemos o si, por el contrario, debe aventurarse a la experiencia de colocarse una de esas mini piezas sexy que atienden por 'tanga' diseñadas, las más de las veces, bajo una de estas tres tipologías: deportiva, Hello Kitty o novia súper romántica. Esta última, todo hay que decirlo, alcanzando sus cotas más cursis y horteras en Women Secret y Oysho que, como todos sabemos, encabezan el podio de las cadenas de lencería (es un decir) que más unidades de estas horrebundas prendas venden cada día.
Dicho lo cual, en lo que a la menda concierne _y seguramente coincidiendo con otras experiencias que espero las lectoras me comuniquen transidas de confianza_ debo señalar que, además de ser tangatardía, lo mío con esta supuesta minusculez jamás fue una relación de amor viable en ese 'mi primer momento, Chispas'. Al margen de por lo dicho anteriormente, porque jamás encontré la horma de mi bisectriz en semejantes tiendas y porque mi por entonces escueta cultura pornográfica ya me había llenado la retina (y el deseo, sin yo saberlo) de esos minimalismos leopardianos plagados de brillos, texturas y colores imposibles llamados strings.
No es extraño, por tanto, que el advenimiento de la lencería de la vecina se me antoje como 'La invasión de las ultrabragas volantes' y que semejante tamaño de prenda me parezca más una manta comunera para ir de romería a la Pradera de San Isidro que algo que, en verdad, una mujer de hoy día pueda vestir como si tal cosa sin asfixiarse o morir de aburrimiento interior.
En fín, a mí plín. O string.
Que, por cierto, como no se encuentran en tiendas convencionales_entre otras cosas, porque son interiorismos de pendón desorejado_, me los hago traer en versión micro de Francia vía internet a unos precios realmente fantásticos. En un arrebato solidario y navideño, casi estoy por dejarle una nota anónima a la vecina en el buzón con la dirección web del megastore, a ver si se pone rumbera y ya somos más de una las que, en medio de la grisura del patio interior, ponemos un puntito canalla en el vecindario.
A ver si se echa p'alante, se muda al menos dos lycras más allá _mismamente a Tangalandia_ y tira por la ventana _para no recogerlas nunca más_ esas tristes, enormes y feísimas bragas modelo Groenlandia que tanto me atribulan y atormentan.
¡Santa Katsumi me oiga!.

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