Bajo el reinado de los Staufen florece el arte del minnesang (canción cortesana). El caballero andante Tannhäuser va de castillo en castillo como juglar trovando sus canciones de alabanza a la belleza de la mujer y al virtuoso amor cortés, del fragor de las armas y de las disputas entre varones. Bellas mujeres y señores nobles adoran su arte, pero es sabido por todos que Tannhäuser posee un carácter débil. En su viaje llega al castillo de Wartburg del landgrave Hermann en Turingia, donde caballeros cantores compiten por el premio, que el vencedor podrá recibir de manos de Elisabeth, la dulce sobrina del landgrave. Todos los habitantes del castillo escuchan con gran gozo el canto de Tannhäuser. Cuando éste le canta al amor cortés y al amor fiel, la bella Elisabeth imagina que no elogia a nadie más que a ella. Está en lo cierto: el trovador está henchido de amor por ella, pero simultáneamente este amor le arroja a una desesperación indomable. Tannhäuser sabe que, como caballero pobre, nunca le será permitido desposar a la sobrina del landgrave.
Se va a celebrar un nuevo concurso de trovadores, y desde lugares lejanos vienen los más famosos cantores, entre ellos Walther von der Vogelweide, Reimar Zweter y Heinrich von Ofterdingen. Al ser llamados al banquete los invitados, en vano se espera en el comedor al trovador Tannhäuser, que sin mediar palabra ha partido y deambula herido de amor por los bosques de Turingia. De repente, un desconocido vestido de negro, Klingsor, se detiene ante él. Tannhäusser le narra su sufrimiento amoroso, a lo que Klingsor responde: “Ella no es para vos, Tannhäuser. Vuestro corazón demanda alimento más fino y deleites más vigorosos”. La bella Elisabeth, según se dice, es una santa ya en vida. Pero Tannhäuser replica que él quiere cantar al alto amor galante y no a un saber apasionado y arrogante. Klingsor se ríe tan maliciosamente que Tannhäuser se asusta. Súbitamente se abre el monte: del fondo surge un resplandor claro y muchachas de una belleza celestial llaman al caballero y le seducen con sus embelesadores tonos. Klingsor ha desaparecido, y en su lugar aparece ahora un anciano peregrino, el fiel Ekkehard, que previene a Tannhäusser contra la gruta, diciéndole que se trata del monte de Venus, en el que se encuentra el reino de Venus, una diosa diabólica. Tannhäuser quiere obedecer a las advertencias pero sucumbe a las maravillosas y encantadoras visiones. Olvidado queda también el amor galante hacia la bella Elisabeth. Con un poder irresistible es atraído por el imperio de la diosa, que le recibe con los brazos abiertos en un oloroso lecho repleto de rosas.
Elisabeth anhela al querido y desaparecido cantor. El landgrave convoca a los más famosos cantores de tierras germanas a un certamen con la esperanza de que también Tannhäuser aparezca. Un año se deleita Tannhäuser con los placeres del reino de Venus, pero no encuentra sosiego: sólo saciedad y hastío colman su alma. Su corazón se ha llenado de un profundo arrepentimiento por la grave culpa, ya no hay nada que le retenga en el monte hechizado. Venus no quiere dejar partir a su amante y le impone esta condición: “¡Que regreses a mí, si no fueras redimido de tus pecados!” y le sume en un profundo sueño. Al despertar Tannhäuser está tumbado en el suelo del bosque. Intenta expiar sus pecados, pero iglesias y monasterios le condenan. Por casualidad, Tannhäuser aparece en Wartburg para el torneo de cantores. Nadie sospecha aún lo que le ha sucedido al trovador de amor galante en este intervalo de tiempo.
En el momento en que le corresponde cantar, le embarga el recuerdo de las vivencias en el monte encantado de la diosa Venus. En vez de entonar cantos ensalzando el espiritual amor cortés le canta al amor sensual, que sólo busca el placer y el disfrute carnal. “Pobres infelices os llamo a vosotros y a vuestras virtuosas palabras”, dice dirigiéndose a los trovadores con insolente atrevimiento, “pues nunca habéis gozado del amor. Aquel que quiera conocerlo, ¡que vaya al monte de Venus!” A duras penas el landgrave logra acallar la indignación levantada en el salón de fiestas, y Elisabeth solicita la vida de Tannhäuser. Como pobre peregrino Tannhäuser marcha a Roma, pero el Papa le maldice. “Quien, como tú, ha faltado sufrirá la condenación eterna”, dice el Santo Padre impertérrito. “Mira este báculo que porto: antes reverdecerá esta madera muerta que tú estés libre de tus pecados.”
Con estas palabras, el Papa clava su báculo en la tierra de su jardín. Despojado de toda esperanza, sale de allí tambaleándose. Tres días después, el Santo Padre ve que el bastón está cubierto de retoños y brotes de hojas: ha ocurrido un milagro de Dios. El Altísimo ha mostrado en revelación divina que regala su perdón al pecador arrepentido. Acto seguido los sirvientes del Papa buscan en vano al peregrino. Tannhäuser, en su desesperación, va dando traspiés por los puertos de los Alpes en dirección a su tierra. Con un deseo febril se siente atraído por el Monte de Venus, donde en su día Venus le había recibido enamorada. Todos le buscan infructuosamente. Unos campesinos de los campos a los pies del castillo de Wartburg han visto a un peregrino pasando con paso apresurado. Pero nunca más se volverá a tener noticia alguna del infeliz Tannhäuser.
Acto II
Salón del concurso en el castillo de Wartburg.
Elisabeth elogia el lugar que tan grandes competiciones ha visto, el cual volverá a recuperar su brillo con el regreso de Tannhäuser (A.: Dich, teure Halle: Salve, noble salón) (Si4). El trovador por fin se encuentra con la dama, la que llena de discreta alegría le da la bienvenida (D.: O Fürstin !: ¡Oh, princesa!; Ich preise dieses Wunder: Bendito este milagro; D.: Gepriesen sei die Stunde: Celebro esta hora). Se acerca el landgrave y, al contemplar la alegría de su sobrina, le promete que se cumplan todos sus anhelos (Noch bleibe denn unausgesprochen: Que durante cierto tiempo). Llegan los nobles preparados para asistir al concurso (Cr..? Freudig begrüsen wir: Alegres saludamos [este salón]). El landgrave recuerda la brillante historia del sitio y promete que la mano de su sobrina será el premio para el ganador del concurso (S.: Gar viel und schön: Muchas veces y bellamente). Se inicia la competición. Wolfram entona la alabanza del amor místico (S.: Blick ich umher: Cuando mi vista). Tannhäuser le dice que el amor es la pasión de dos cuerpos enlazados (S.: O Wolfram). Biterolf le responde que el amor es el sentimiento heroico que defiende la virtud (S.: Heraus zum Kampfe mit uns allen!: ¡Te desafiamos a combate singular!) Wolfram invoca al Altísimo para que le inspire (S.: O Himmel: ¡Oh, cielo!). Tannhäuser, exasperado, entona el elogio del amor carnal y afirma haber estado en el Venusberg (S.: Dir Göttin der Liebe (La,): A ti, diosa del amor). Todos, sobrecogidos, le acusan de blasfemo (Cn.: Ihr habt’s gehört!: ¡Lo habéis escuchado!) Cuando los caballeros se disponen a acribillarlo con sus espadas, Elisabeth se interpone y pide clemencia, pues confía que Tannhäuser volverá a Dios (S. y C.: Der Unglücksel’ge: El desdichado; Ein Engel: Un ángel.) El landgrave afirma que sólo puede hallar el perdón acompañando a los peregrinos a Roma (S.: Ein furchtbares Verbrechen: Un crimen horrible; Cn.: Mit ihnen sollst du wallen: Debes peregrinar con ellos.) De pronto se escucha el coro de peregrinos que pasa cerca del castillo. Tannhäuser corre a unírsele (Cr.: Am hohen Fest: Oh, días de fiesta.) (Intermedio: Peregrinación de Tannhäuser).