Antes de entrar en el tema quiero declarar lo siguiente: Acabo de cumplir cincuenta y nueve años. Me crié viendo a Locomotoro, a Matías Prats, a José Bódalo, a John Wayne, al Cordobés, a Mariano Medina, a Tony Leblanc, a Amancio, a Bugs Bunny, a Gila y a Torrebruno, entre otros muchos.
Fui a un colegio de curas. El profesor de gimnasia (educación física) y política (formación del espíritu nacional) era falangista y muchos días iba a clase con la camisa azul y la insignia del yugo y las flechas. Quien no jugaba al fútbol era marica... Si tenéis menos de treinta años dudo que podáis haceros una idea del panorama.
Y sin embargo tuve una infancia feliz y además, para mi suerte, siempre he sido muy curioso, he leído mucho y he tenido la mente muy abierta. Así que poco a poco he ido afinando mis criterios, acaso demasiado simplistas en su origen, y me he ido haciendo a casi todo.
Digo esto como excusa y a modo de justificación de lo que sigue. He evolucionado algo, incluso bastante si nos ponemos como referencia los años sesenta y setenta, pero se me notan los ramalazos de rancio, machista, etc., que aún me quedan y que en esto que cuento se me notan.
Bueno: Vamos con ello.
Una de las entradas más frecuentadas de este blog, con más de quince mil visitas, es la que dediqué a glosar el artículo "Ornamento y delito" de Adolf Loos. Pero tanto a él como a mí nos salió el tiro por la culata.
El artículo (y mi glosa) trata de que una arquitectura ética y racional no debe llevar adornos. El adorno es un despilfarro de dinero y de diseño, demuestra primitivismo, no sirve para nada, no aporta nada y lastra la obra de arquitectura. El adorno no es ético.
Buscando ejemplos y pruebas de ello, Loos llegó a una que consideró irrefutable: los tatuajes. "¿Quién se hace tatuajes?", se preguntó. "Los primitivos y los delincuentes", se contestó.
Pues ya está: Asunto arreglado. Queda demostrada la tesis. Así como ninguna persona moderna, culta y ética se hace un tatuaje, así la arquitectura moderna, culta y ética no debe llevar adornos. El adorno es un delito.
Durante unas décadas ese ejemplo le sirvió. Pero finalmente le ha salido el tiro por la culata. Ahora todo el mundo, sobre todo la gente moderna, culta y ética, se hace tatuajes.
Y a mí también me salió el tiro por la culata. Hice mi "famosa" entrada glosando el artículo de Loos y desde el primer momento recibí un aluvión de visitas. Eso me tupió de satisfacción. Pero pronto me di cuenta de que tal afluencia no era por lo que yo contaba, sino por todo lo contrario: Había puesto una impactante imagen de un tatuaje que rodeaba el cuello de un hombre como si fuera una horrible raja cosida de mala manera. La gente buscaba tatuajes llamativos y molones en la sección de imágenes de google y le aparecía la de mi blog entre las primeras. (Lo sé porque blogger me brinda una herramienta para que sepa qué busca la gente que da con mi blog).
La imagen que yo puse como ejemplo del sinsentido de los tatuajes pasó a ser el motor por el que los curiosos me visitaban. Vaya fracaso.
Como google es como la máxima del evangelio que dice: "al que tiene se le dará", cuanta más gente entraba a mi blog por ahí, mejor se colocaba mi imagen y más aparecía en las búsquedas, así que cada vez entraba más gente. Era un círculo vicioso.
Supongo que de los quince mil que visitaron esa glosa loosiana apenas doscientos o trescientos la leerían. Los demás buscaban más fotos, veían que no había y se iban.
Así que en unos cuantos meses el flujo fue remitiendo, y, como google sigue aplicando aquella misma sentencia evangélica: "...y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene", la imagen y el enlace a mi blog fueron sumiéndose en la sima infinita de los desterrados y hoy ya puedes teclear "tatuajes impactantes", "tatuajes molones", etc., que mi blog no sale y ya nadie visita aquella vieja entrada. Sic transit gloria mundi.
En aquella ocasión (era en septiembre de 2010) yo decía que no era muy de tatuajes precisamente. Podría haber añadido esa falsa y estúpida excusa de "pero tengo amigos tatuados". Ni lo hice entonces ni lo hago ahora porque sé que con ello quedaría como un hipócrita, y encima como un hipócrita idiota que no sabe hallar un subterfugio más presentable ni más agudo.
(A mi amigo Valentín le asoma bajo el cuello de la camisa una ramita espinosa, como de rosal o de zarza, que le trepa hasta llegar casi a la oreja izquierda. Un día le pregunté si tiene tatuado solo eso o poco más, o si la zarza se le enrosca por todo el cuerpo. Me contestó: "Ah, si quieres saberlo tendrás que verme desnudo". Decliné la invitación y ni siquiera lo he visto en bañador, pero no puedo evitar imaginarme que le sale de la raja del culo, por la rabadilla, le da varias vueltas al abdomen y al pecho y le acaba asomando por le cuello los pocos centímetros que le veo. Es una imagen bastante dura que, como digo, no estoy dispuesto a comprobar).
Lustro a lustro se me han ido cayendo los que yo creía que eran principios o convicciones, y no eran más que modas y prejuicios. Y es que es muy difícil tener la lucidez y la inteligencia kantianas como para saber discernir de entre las mil cosas que nos parecen inadecuadas, intolerables, horribles, desviadas, viciosas, malignas o indignas, las novecientas noventa que son solamente inusuales y contrarias a las costumbres del momento frente a las diez que sí son realmente malas.
Por eso a la supuestamente irrefutable prueba del nueve de Loos le salió el tiro por la culata. Por eso a casi todas nuestras convicciones les salen los tiros por la culata. Porque no son más que conveniencias y convenciones del momento, y no categorías. Que es una cosa que nos pasa mucho: confundir lo esencial con lo anecdótico y el culo con las cuatro témporas.
De esa forma la corrupta demostración pone en duda la vigencia de la proposición, que a lo mejor hasta sigue siendo válida, pero ya queda floja porque la maravillosa prueba que se adujo para asentarla ha caído.
Es decir: Para falsar el enunciado: "La arquitectura debe ser limpia y no tener adornos porque las personas que se tatúan son primitivas o delincuentes" basta con presentar una persona tatuada que sea inteligente, digna, ética y limpia (hay tanta proporción de ellas entre las tatuadas como entre las no tatuadas, ya que hemos descubierto que el tatuaje es éticamente irrelevante). Ese imperativo, que no era categórico en absoluto (aunque lo hubiera parecido durante bastante tiempo), cae fulminado.
¿Es bueno que la arquitectura no tenga adornos? ¿Le importa eso a alguien en estos tiempos?
Dicen que toda persona de más de cuarenta años es responsable de su cara. Eso, salvo casos extremos de accidentes graves o de enfermedades terribles, es cierto. Nadie es responsable de tener los ojos azules, la nariz recta o la barbilla redondeada, pero sí lo es de haber modelado sus facciones durante décadas con sus gestos: rictus de desprecio, miradas divertidas, arrugas producidas por la risa o por el asco, expresiones adustas, arrobadas, excitantes, aburridas... Somos responsables de nuestra cara y también de nuestro cuerpo, que responden a nuestra personalidad y a nuestros hábitos y talantes, y se hacen querer u odiar como nosotros porque finalmente son nuestro diseño.
(Tengo un amigo con una impresionante y feísima nariz de cachiporra que es la persona más ligona que he conocido en mi vida: Simpático, encantador, divertido, cariñoso... ¿A quién le importa su nariz? Realmente al final resulta hasta atractiva).
Y también, llegado el caso, somos capaces -reconozco que hace falta una especial decisión, a veces provocada por la necesidad y otras por el capricho- de acudir a la cirugía plástica o al tatuaje. Diseñamos nuestro cuerpo y somos finalmente nuestra propia obra.
En este contexto, ¿cómo seguir defendiendo una arquitectura sin adornos? ¿Cómo seguir diciendo que la arquitectura "limpia" es éticamente superior?
No lo sé. No sé casi nada. Cada vez sé menos cosas y, como digo, cada vez tengo menos convicciones. Me he ido librando de ellas y sigo descargándome. Fijaos si esto es así que -cosa que ni me podría haber imaginado cuando escribí aquello hace ocho años y pico- no me gustaban los tatuajes y me salió el tiro por la culata: Ahora tengo.
Quienes me conocéis no podríais haber sospechado jamás que me los haría hacer. Supongo que estaréis ahora con la boca abierta. Pues abridla más: No tengo un tatuaje; tengo cuatro. Cuatro. Os lo juro.
Vamos a dejar un poquito de suspense. (Si os parece bien, podéis elucubrar dónde los tengo, qué representan, qué tamaño tienen, etc). El próximo día os lo cuento.