Te miro. Llevo mirándote desde que entraba suficiente luz por la ventana. Me gusta verte dormir y, también, escucharte mientras duermes. Una respiración pesada y profunda que parece mentira que salga de esa nariz tan pequeña.
Duermes de lado; siempre igual. Una pierna estirada y la otra cruzada sobre ella; los brazos desmadejados y los dedos relajados.
Te veo despertar. Tu respiración deja de escucharse; te frotas la naricilla y te apartas el pelo de la cara con poco éxito. Los mechones, que te atraviesan la frente y caen sobre tus ojos, no te molestaban mientras vivías en la profundidad de tu sueño pero ahora, según vas ascendiendo hacia la realidad, necesitas apartarlos como si fueran cortinas o ramas que te cortan el paso. Pienso que tengo que convencerte para cortarte el pelo, aunque sólo sea un poco, "las puntas".
Tu primer intento de abrir los ojos fracasa. No lo consigues, parece como si tuvieras los párpados pegados. Recuerdo esa sensación, sentir que has dormido tanto que tus pestañas han quedado atadas entre sí y es imposible abrir los ojos.
En el segundo intento consigues entreabrir uno de tus ojos mientras que el más pegado a la almohada parece seguir dormido.
A la tercera va la vencida. Entreabres los dos pero no creo que hayas conseguido ver nada.
Por fin abres los ojos y llegas a la realidad. Me ves y te sorprendes; giras la cabeza para situarte y recuerdas que estás durmiendo en mi cama porque estamos solas estos días. Vuelves a cerrarlos. Te rascas la nariz. Te incorporas y miras el reloj despertador:
- Son las 8:03
Me llega una bocanada de tu aliento cargado a noche y a sueños pesados. Te desplomas sobre la almohada como si articular esa frase hubiera sido un esfuerzo sobrehumano del que necesitas recuperarte. Durante un par de minutos retomas tu respiración ruidosa que te lleva a otro mundo.
Sigo mirándote. No tenemos prisa. Paladeas, te frotas los ojos, te giras hasta quedar boca arriba y te veo pensar, te veo llegar a la realidad y resignarte al despertar completo.
Encoges una pierna y sin mirar te rascas la rodilla.
- Mami, me han picado muchos mosquitos.- Eso es porque eres una princesa de sangre dulce.
Te quedas callada mientras sigues rascándote, ahora, una picadura en un brazo.
- Voy a hacer pis.
Te levantas despacio. Estás preciosa con tu pijama azul y blanco y el pelo despeinado. Caminas torpe hacia el baño, recuperando el control consciente de tus piernas.
Justo antes de entrar, en la puerta, te giras y me dices muy seria:
- Mami, ¿cómo se sabe si tienes la sangre dulce o agria?
Buenos días, princeza.