Revista Libros

Te quiero, abuela.

Por M.a. Brito @mabrito67

Te quiero, abuela.

Foto: Rober Sánchez

Pancha era eco de una vida muy alejada de la nuestra, de la que ya van quedando pocos que se acuerden, y se abría paso a través de sus labios cuarteados de un modo fácil de entender, sin guardarse nada para sí. No quise verla en el último momento porque a Pancha no me gustaba verla dormida sino despierta, riendo o refunfuñando, que también lo hacía, o con esa mirada temblona a través de sus ojos pequeños y vivarachos que no perdían detalle de todos nosotros.
Su cuerpo chiquito y doblado, maltrecho por los latigazos del trabajo sobre su espalda, nunca hincó la rodilla. Se revolvía contra los años que pesaban en sus piernas y decía que no, que no y que no, que ella era Pancha Febles y que con ella nadie podía. Desde su atalaya de matriarca, de esas que ya pocas quedan, muy al estilo Úrsula Iguarán de Gabo Márquez, quería tenerlo todo controlado; la comida, las ropas, la vida de los suyos, de los agregados,… Pancha era, en sí, un enorme personaje literario que encerraba en su vida cien libros.
Se enfadaba si te empeñabas en ir a su casa y no comer, no había quien le dijera que no. Yo desde luego no me atrevía, ella conmigo casi siempre se salía con la suya.
Pancha hacía trampas al parchís, a mí también me las hizo. Contaba seis en vez de cinco y cinco en vez de cuatro y corría tras mi ficha azul con su ficha roja con el ánimo de alcanzarme y, cuando lo hacía y me comía la ficha, me miraba con esa cara de falsa pena llena de satisfacción que tanta gracia me hacía, como diciéndome así es la vida chico, qué le vas a hacer. Ella necesitaba ganar como ganó en su vida, por eso cambió huertas y hoyas cuando ya no pudo ir, por ese tablero cuadrado de cuatro colores. Yo me sentaba con ella a jugar en las tardes de verano y me gustaba verla sonreír satisfecha cuando ganaba, o echar puntas al capricho de los dados cuando venían mal dados: ¡vaya, coño!, ¿al fin saliste?, le espetaba al cinco escondido.
El jueves Pancha se durmió y no despertó más. Tenía 98 años recién cumplidos. Cuando la felicité por teléfono hace un mes, le dije que iría a verla, y ella me dijo lo que siempre decía, a ver si Dios me da vida para verte. Yo colgué confiado en que sería así pero esta vez su Dios no quiso. Yo sólo quería ir para decirle, te quiero, abuela.

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