Portada de Manual de la Esposa Perfecta de Amaya Felices
Buenos días chicuelos, tanto tiempo alejada de mi blog y de vosotros… mi otra vida, la mundana, ha necesitado de un tiempito de dedicación y no me ha quedado más remedio que otorgárselo, pero ha llegado el momento de retomar mi burbuja personal de tranquilidad, así que aquí ando de nuevo.Durante esta desaparición he enfocado mis lecturas a novelas voluminosas, algo más oscuras en cuanto a las tramas, pertenecientes a géneros algo alejados de la romántica, por lo que entre libro y libro busqué alguna novela o relato breve y dinámico para desconectar.
Y una de las elegidas fue la que hoy os traigo en el Teaser Monday, una historia que me puso los pelos de punta con el título, me llamó la atención por la portada, y su historia… bueno, no os cuento nada de su historia para que podáis descubrirla por vosotros mismos, pero para abrir boca os dejo con un fragmento, así que hoy… Teaser Monday: Manual de la Esposa Perfecta de Amaya Felices .
En breve dispondréis de la reseña, pero hasta entonces, espero que lo disfrutéis y leer vuestros comentarios.
¿Qué es lo que hago yo, con lo cuidadosa que siempre he sido, buscando un hombre en este callejón de mala muerte?La pregunta resonaba en mi cabeza mientras intentaba no percibir el fuerte olor a basura y orines que emanaba de las paredes del callejón, adoquinado y sin salida. La escasa luz de la luna menguante, más que iluminar, aun tornaba más amenazadoras las sombras. Había una única farola; alguien la había roto, con lo que parecía una herrumbrosa barra que destacaba entre los cristales del suelo.No pude evitar preguntarme si de verdad era el lugar más adecuado para buscar a un hombre que valiera la pena o, al menos, que fuera guapo y no estuviera demasiado sucio. Últimamente parecía que mi talón de Aquiles era el olfato… En fin, por lo menos de esas paredes de ladrillo viejo sin ventanas que me rodeaban una podía esperar, si no limpieza, cierta discreción.
Intentando no dejarme los tacones de aguja entre los cristales rotos, me dispuse a aguardar. Quizá debería haberme calzado unas cómodas zapatillas. Y algo más anónimo que mi falda de vuelo y mi jersey de angorina blancos. Pero me había puesto tan nerviosa eligiendo el sitio que no había pensado en la conveniencia de cambiarme de ropa. Por lo menos no tuve que esperar demasiado. A los quince minutos —que se me hicieron eternos —, cuatro tipos, ebrios por cómo se movían, se acercaron a la boca del callejón. Supuse que con intención de orinar. Yo estaba en una de las peores calles de mi ciudad, en el casco histórico, la zona de bares. Eran cerca de las cuatro de la madrugada y no tenía nada claro si estaba haciendo lo correcto.
Tardaron unos segundos en verme, abstraídos como estaban en sus cosas. Pero en cuanto uno de ellos se percató de mi presencia y me miró extrañado, como si yo desentonara en su concepto de basura y ladrillos desconchados, los demás no tardaron en seguir la dirección de sus ojos. —Vaya, vaya, qué tenemos aquí… —comentó para sí uno de ellos, un rubio con unas cejas demasiado espesas para ser mi tipo—. ¿Te has perdido, guapa? —¿O es que andabas buscándonos? —observó otro, uno que consiguió imprimir en su tono unas intenciones que provocaron, además de las risas de sus compañeros, que mi cerebro comenzara a gritarme claras órdenes de retirada. —No —le contesté intentando en vano que no se me notaran ni los nervios ni el miedo—, a todos no. Solo a él. Me aparté de las sombras, logrando que mis piernas me obedecieran y dieran unos pasos vacilantes hacia el único que me parecía elegible, un espécimen masculino fuerte y guapo donde los haya. Después de todo, quizá no me había equivocado tanto. El problema era cómo hacer que sus amigos nos dejaran a solas. —¿Eres una puta? ¿No es un sitio un poquito extraño para hacer la calle? ¿Una puta yo? Noté que, avergonzada, se me subían los colores. —No, no lo soy. Pero… —continué no muy segura de si así conseguiría que se marchasen losd emás— para él, como si lo fuera. Uy, uy, uy… Debí rematarla, porque en vez de dejarnos solos se dedicaron a mirarme de arriba abajo de un modo demasiado transparente. Tenía que reconocerlo: me lo había buscado. Yo solita. —¿Y qué pasa si nosotros lo compartimos todo? —me contestó el de las cejas, acercándoseme tanto que me resultó difícil no arrugar mi sensible nariz ante el pestazo a alcohol de su aliento. —Pasa que solo lo quiero a él. —¿Pidiendo guerra en un callejón y pretendes elegir? —colocó su mano contra mi brazo, agarrándolo tan fuerte que me hizo daño—. Mala respuesta —concluyó mientras comenzaba a atraerme hacia él. Y entonces fue cuando me dejé ganar por el miedo. Me pregunto por qué habría esperado otra cosa… Siempre he sido una chica muy cuidadosa, de las que vuelven en taxi a casa los sábados por la noche. ¿Qué hacía allí lanzando proposiciones a unos borrachos? ¿Es que pensaba que iban a tener el sentido común que a mí me faltaba? —Suéltame. He cambiado de idea. Ni se inmutó. Supongo que el temor en mi voz le confirmó que yo era una presa fácil. Pero por nada del mundo iba a permitir que me tocara. Le di un sonoro bofetón en toda la cara. Él me soltó al instante, en parte sorprendido por mi fuerza, pero sobre todo disgustado, mostrándome en la tensión de sus rasgos que yo debía de ser idiota. Porque si antes podría haber salido de allí «jodida», pero por lo demás ilesa, ahora, al tener una reputación que mantener, no le iba a quedar más remedio que hacerme daño. Así que, mientras la fría realidad de lo que según él me esperaba se abría paso en mi cabezota, congelando el hasta entonces manojo de nervios de mi estómago, dejé de pensar y permití que mi parte instintiva, cada vez más fuerte, tomara el control. Y el «socorro-qué-hago» de mi parte consciente quedó relegado a un mero sonido de fondo. Cuando él se abalanzó sobre mí con los puños apretados, buscando mi cara con toda la fuerza de un varón adicto al gimnasio, me limité a desplazarme ligeramente a la derecha al tiempo que me giraba noventa grados, para quedarme mirando el lugar en el que había estado mi rostro. Y mientras su puño erraba mi cabeza, agarré su brazo y, aprovechando la inercia de su peso, tiré de él hacia mí, estampándolo contra la pared del callejón. Durante unos segundos, en los cuales su cuerpo inmóvil pareció detener el tiempo, sus amigos me miraron sorprendidos. Después vinieron a por mí entre gritos obscenos, como si fueran animales atacando al unísono. Menos mal que yo apenas era ya consciente de todo eso, ovillada acojonada en algún lugar de mi cerebro mientras mis instintos actuaban. Y vaya si lo hacían… Me tiré rodando hacia mi derecha, donde estaba la barra oxidada. La agarré justo antes de entrar la parte posterior de mi cabeza y espalda en contacto con el suelo. Acabé la voltereta y me incorporé gracias al impulso que llevaba, flexionando la pierna de delante y extendiendo la posterior. Era una postura que me resultaba ergonómicamente adecuada, además de recordarme a una heroína de una película de acción. Mientras tanto, ellos, más lentos que yo, seguían empeñados en cogerme. Sintiendo la fuerza de la nueva musculatura de mis brazos volteé la barra y los golpeé a los tres. Al primero, en la cabeza; sonó a algo roto. Mi improvisada arma siguió su trayectoria, impulsada por mi cuerpo, que comenzaba a girar con ella. Al segundo le di en el pecho. Al tercero, el «guapo», en las piernas. Algo en mí me avisó de que la había cagado. Pero me dio igual. Tenía al que yo quería en el suelo a mis pies y esta vez eran sus ojos los que rezumaban miedo. Apoyé la punta de la barra contra su cuello, amenazante, y dejé que mis labios se abrieran en una sonrisa feral.
«Lo siento, chico, no puedo hacer nada», quiso decirle mi parte normal.
Pero estaba demasiado horrorizada, fascinada y hambrienta por lo que mi nuevo yo estaba haciendo. Y mi viejo yo no protestó cuando la luz de la luna iluminó mis colmillos, ni cuando aparté la barra para rasgar su garganta. Ni mucho menos cuando su cálida sangre comenzó a deleitar mi sentido del gusto. Después de todo, parecía ser que sí había encontrado a un chico limpio. Porque, de verdad, con mi nariz últimamente tan sensible, hay olores corporales con los que no puedo. «… debe alimentarse de manera discreta en sus ratos libres…». En medio de mi frenesí alimenticio, primero, glotón y egoísta, no me di cuenta de que estaba tomando demasiado. No hasta que escuché su llamada en mi cabeza: «Marta, ¿dónde estás, preciosa? ¿Por qué no estás en casa?». Mierda, mi marido.Manual de la Esposa Perfecta de Amaya FelicesCapítulo 1