El infravalorado Gordon Douglas vuelve en este western a la fórmula empleada en su anterior Solo el valiente (Only the Valiant, 1951), una historia con referencias a la «trilogía de la caballería» de John Ford, pasada por el prisma de Howard Hawks: la acumulación en un puesto fronterizo de caballería de una heterogénea galería de personajes obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, mientras se hallan sometidos a una letal amenaza exterior, en este caso el inminente ataque de los guerreros arapahoes. Basada en una novela de Richard Jessup -suya es también la obra de la que parte la espléndida El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965)- adaptada por él mismo, en esta ocasión las variantes añadidas provienen de la estructura de flashback y del hecho de que tanto los oficiales como los soldados que componen la guarnición han sido destinados allí como resultado de la aplicación del régimen disciplinario resultante de un consejo de guerra. Producida por Paramount Pictures con un presupuesto no precisamente holgado, y al contrario que su magnífica Río Conchos (1964), rodada fundamentalmente en interiores en los que se han construido el fuerte (la escasa parte de él que se ve) y sus aledaños, lo mismo que en Solo el valiente, la película, a pesar del dinamismo de su trama, por lo demás algo tópica, no logra sacudirse la artificiosa atmósfera de escenario teatral o de plató televisivo al concentrar la inmensa mayoría de su metraje (también algo prolongado para la brevedad de la premisa: 105 minutos) en una porción de terreno muy concreta: el frontal y el reverso de las puertas de acceso al fuerte, el patio reducidísimo en torno al cual se erigen cuadras, establos, alojamientos y dependencias de los oficiales, y los exiguos interiores de estos. Lejos, por tanto, salvo en el acompañamiento de los créditos iniciales, de la explotación de la épica del paisaje y las grandes bandas sonoras propias del género, la película se conforma como un modesto estudio de personajes en una situación límite.
Ese comienzo, aderezado con las oportunas tomas de exteriores, créditos en letras de un rojo vivo y la música grandilocuente de Leith Stevens, va precedido de un prólogo que sirve para dar paso al planteamiento del filme dentro de las coordenadas del llamado western «pro-indio». Un destacamento de caballería ha llegado a un fuerte destruido y saqueado, presumiblemente por los indios, en el que todos sus defensores son dados por muertos. El hallazgo entre los restos de un revólver de pertenencia reconocible da pie a reconstruir, gracias al testimonio de un jefe arapahoe capturado, la historia de Chuka, un pistolero que, en su marcha a través de la nieve y la ventisca, se topa con unos arapahoes que celebran un funeral (exterior rodado a su vez en estudio); su protagonista, una probable víctima del hambre que azota a unos indios que sufren particularmente las duras condiciones de un invierno de temperaturas extremas. Dándose cuenta de la situación, el pistolero comparte sus escasas provisiones con los indios antes de continuar su camino, que le lleva a encontrarse con una diligencia que tiene roto el eje delantero, y cuyos ocupantes se exponen a un ataque arapahoe. Cuando este llega, sin embargo, se encuentran con Chuka, que se ha unido a los viajeros: la anterior buena acción de este salva al grupo, que puede seguir su ruta hacia el fuerte. Allí se establece un drama con distintas vertientes argumentales que se cruzan entre sí: Chuka choca de inmediato con el coronel Valois (John Mills), autoritario y ordenancista, antiguo oficial del ejército británico condenado por su afición al alcohol, y, sobre todo, con su subordinado y máximo valedor, el sargento Hahnsbach (Ernest Borgnine), que ya sirviera bajo sus órdenes en las filas británicas y cuya lealtad ciega se basa en un oscuro episodio compartido en el pasado, cuando ambos estaban destinados en Sudán. El segundo oficial, el mayor Benson (Louis Hayward), introduce en el fuerte, con ayuda de un grupo de soldados afines a sus turbios gustos e intenciones, mujeres indias de las que abusa sin contemplaciones. Más afinidad tiene Chuka con el explorador Lou Trent (James Whitmore), que venía como tirador en la diligencia, en la que también viajaban dos ciudadanas mexicanas, Verónica Keitz (Luciana Paluzzi), un antiguo amor del pasado de Chuka, cuando trabajaba en un rancho como peón, y su sobrina, prometida en matrimonio, Helena Chávez (Victoria Vetri). Todos ellos, junto a la mínima guarnición militar, se enfrentan a la inevitable amenaza de los arapahoes, que solo quieren hacerse con las provisiones del fuerte (víveres, herramientas, pertrechos, armas, munición) para poder sobrevivir al invierno. Es la negativa de Valois a compartir o entregar estos bienes lo que justifica la acción de los indios que, nada sanguinarios y reacios de natural a una rebelión, no tienen otra salida que atacar, conquistar el fuerte y tomarlos por la fuerza si no quieren asistir al exterminio de su pueblo. El personaje de Chuka se constituye así en vértice y oráculo de lo que ocurre y va a ocurrir, y como tal, tanto generador como punto de confluencia de la trama y las subtramas de la cinta.
A partir de un guion de tan cerradas posibilidades, la puesta en escena es de manual. Sometido a las estreches de los decorados, Douglas hace lo posible por dotar de dinamismo a una historia concentrada en un espacio muy limitado, fragmentando este o trasladando la acción a ubicaciones más concretas dentro de él: el despacho del coronel, el comedor, el pajar, la escalera que flanquea el portón principal del fuerte, escenario tan angosto y diminuto que toda la acción transcurre en un margen de muy escasos metros. El suspense, por lo demás escaso dado que se conoce de antemano el destino del fuerte, se circunscribe a una única circunstancia principal, cuándo y cómo atacarán finalmente los indios una posición que, de normal, sería fácilmente defendible gracias a la cercanía de otras fortificaciones militares de la frontera, pero que ahora se ve en peligro mortal al haber sido rodeada y cortadas sus comunicaciones. Hilo completado con débiles subtramas secundarias, la aclaración de las razones de la animadversión de Valois y Hahnsbach por Chuka, el eventual desenlace del renacido romance entre este y Verónica, y la conclusión que tendrá el inevitable asalto, que está clara dados los pocos efectivos con los que cuenta Valois, las razones y el número que impulsan a los indios y la resolución de la que ya ha informado el prólogo, pero que aún depara un último giro no del todo sorprendente, aunque tampoco complaciente. Como muchas de las historias de Hawks, la película se centra en las relaciones entre los personajes mientras aguardan un estallido que amenaza su supervivencia, pero lo limitado de las opciones del guion y lo demorado del metraje hacen que la tensión no se repercuta adecuadamente en el espectador. No obstante, Douglas logra dar con algunas soluciones imaginativas, como la que protagoniza una de las amantes indias de Benson introducida subrepticiamente en el fuerte, o aquella con la que finaliza el episodio de la incursión que hace Chuka en el cercano poblado arapahoe (igualmente filmada en interiores), donde se reencuentra con Trent y descubre qué sucedió con la patrulla de tres hombres enviada a recabar información y, en su caso, pedir ayuda en alguno de los fuertes próximos. Igualmente, se permite algún alarde técnico, como la llegada de la diligencia al fuerte, cuando caballos y vehículo entran en él pasando por encima de la cámara, que gira sobre sí misma para mostrar la llegada a las puertas y, en el mismo plano, la entrada al patio del fuerte.
En suma, una película mucho más interesante en su planteamiento y primer desarrollo que en su clímax y su desenlace, que se va volviendo progresivamente tópica y previsible a medida que la acción avanza, el pasado de los personajes se revela (en particular, la relación de antaño entre Verónica y Chuka) y las pequeñas situaciones personales se van resolviendo (el romance retomado, el antagonismo con Hahnsbach, la búsqueda de una heroica redención por Valois, el castigo debido a las acciones de Benson, el conato de sedición de los soldados más cobardes…), y cuyo mayor lastre viene constituido por una puesta en escena en exceso teatral y televisiva, en la que la meritoria fotografía a todo color de Harold Stine choca con los decorados, las recreaciones de exteriores en interiores y los telones pintados que confieren al conjunto una estética de lo más pobre que termina afectando a la acción: solo se entiende así que un asalto a un fuerte tenga lugar por un único punto, en ataque frontal, exponiéndose los guerreros a un número enorme de bajas, y que la defensa, aun así ejercida con torpeza, responda a esa misma limitación. Sin embargo, la película posee un registro desde el cual todo lo que acontece alcanza un interés más que notable, y es el punto a partir del cual los personajes se saben muertos si se obcecan, como les impone Valois, en la resistencia: su condición de muertos vivientes, de fantasmas en vida, de seres que se saben ya resignados a un final dramático, y que sin embargo siguen luchando. La plasmación de una necesidad, la de saber encarar la muerte con independencia de que esta ocurra o no de manera violenta a manos de los indios en un fuerte fronterizo o, tal vez, mientras se asiste como espectador a la proyección de un western interesante aunque, en última instancia, fallido.