Valió la pena esperar casi una década para reencontrarnos con Lynne Ramsay tras su presentación en sociedad de la mano de Morvern Callar (a no contar esta cita fugaz en 2008). La directora escocesa sentó un inolvidable precedente con aquel largometraje que protagonizó la por entonces desconocida Samantha Morton y que contaba una historia incómoda, inspirada en la novela homónima de Alan Warner. Nueve años después, la realizadora desembarca en la cartelera porteña con Tenemos que hablar de Kevin, adaptación de otra novela todavía más perturbadora que -en contra de lo que prometen el trailer y algunas críticas- roza apenas el género de terror.
Es más, si entendemos “género de terror” por aquél que inspira miedo con relatos sobre la intervención destructiva de fuerzas supranaturales malignas, entonces la nueva película de Ramsay se queda afuera. Promocionarla como posible reedición de El bebé de Rosemary es casi-casi un ejercicio de deslealtad comercial e intelectual.
A diferencia del terror clásico que sitúa al agente de maldad bien afuera, en un más allá que escapa a nuestro mundo terrenal, Tenemos que hablar de Kevin lo reconoce como parte de la condición humana. La preocupación por el origen de cierta conducta desviada existe, pero descarta cualquier hipótesis paranormal: en todo caso, los espectadores oscilaremos entre las posibles explicaciones racionales que ofrecen la genética y la psicología vincular.
Inspirada en el libro de Lionel Schriver, Ramsay suscribe a la teoría que Elisabeth Roudinesco desarrolla en el ensayo Nuestro lado oscuro: la monstruosidad (léase “el desvío”, “la abyección”, “la criminalidad”, “el goce del mal”) es (son) inherentes a nuestra especie. De ahí que nos salpique(n) constantemente como la pintura roja a Eva Khatchadourian.
Por otra parte, no parece casual el nombre de pila escogido para el personaje que encarna la insuperable Tilda Swinton. Tampoco la coincidencia fonética entre Kevin y Caín, ni la convivencia fatal entre un hermano malo y otro bueno.
Sin ánimos de forzar una interpretación bíblica, el paralelismo invita a detenernos en la hipótesis de la mujer culpable por definición, que no cumplió debidamente con su rol de madre (¿otro pecado original?) y que por lo tanto engendra a un individuo perverso. Desde esta perspectiva, el desamor materno convertiría a Kevin en sociópata difícilmente recuperable. De ahí que Eva pague con sacrificio su pena (castigo y dolor).
Es cierto que Ramsay emplea algunos recursos típicos del cine de terror como los primerísimos primeros planos del niño/adolescente protagónico (impresiona el efecto de continuidad conseguido con los jóvenes actores Rock Duer, Jasper Newell y Ezra Miller), la omnipresente pintura roja, el movimiento de cortinas blancas bajo el influjo de una brisa inquietante. Pero lo hace con moderación, probablemente para no confundir los tantos.
We need to talk about Kevin (celebremos una traducción afín al título original) vale no sólo en términos de calidad cinematográfica y por el regreso de Lynne Ramsay, sino porque invita a una interesante reflexión sobre la relación materno-filial y sobre algo mucho más inquetante que el terror de ficción: el reconocimiento de que la perversión es inherente a nuestra especie humana.