
Dos circunstancias hacen de éste un film mítico: la famosa apuesta entre Hawks y Hemingway, en la que aquel aseguraba poder filmar de manera solvente la peor de sus novelas y el primer encuentro entre la pareja protagonista, Bacall-Bogart, semilla de una de las historias de amor más conocidas del cine. Tener y no tener lo apuesta casi todo a la química entre los dos protagonistas y acierta. Porque, en realidad, si nos fijamos bien en la historia que cuenta, existen muchos elemenos de la misma que no tienen ni pies ni cabeza y, entre otras cosas, la amenaza que pende sobre la cabeza de los protagonistas es bastante tibia, quizá porque en 1944, cuando se estrenó la película, el enemigo nazi estaba prácticamente aniquilado. Solo las escenas de mar están filmadas con el sufiente brío y sentido de la aventura como para resultar emocionantes. El resto no son más que excusas para el lucimiento de la pareja, una relación sazonada de míticos intercambios de palabras. La tarea del héroe-que-no-quiere-serlo Bogart no es más que mera rutina: un viaje peligroso por mar y un par de peleas en tierra, que acaban resolviéndose con frases lapidarias.
A pesar de todo, el espectador se olvida de estos defectos cuando contempla el conjunto. La genialidad del director compensa las improvisaciones. Además, hay un tercer elemento que eleva a Tener y no tener a la categoría de película de culto: la presencia de un Walter Brennan en estado de gracia, componiendo a uno de esos personajes alcohólicos imposibles de olvidar. He visto esta película en diferentes etapas de vida y siempre me deja pegado al asiento, lo que prueba que sus evidentes imperfecciones solo afloran en un análisis posterior. Y eso es bueno, muy bueno.