La primera fila de una clase tiene un extraño poder de seducción para los padres de mis alumnos. Y hasta para ellos mismos.
- ¡¡Ponme en primera fila, profe!! Es que aquí no atiendo -me decía hoy el alumno del fondo, a la derecha.
Como si los seis asientos de la primera fila concentraran todo el saber del sistema (des)educativo. Cuando alguien me pide -sí, me pide, porque forma parte del extraño poder de un tutor sobre su clase: colocarte en algún sitio del aula, en virtud de un mágico hechizo que le permite saber en qué sitio rendirás más y mejor- estar en primera fila, entiendo que está pidiendo su reconversión total: estar en primera fila es tanto como decir que se va a aprobar, reconocer los fallos propios, transformarse en esa persona que deseo ser, pero no puedo porque las fuerzas de la Naturaleza o alguna conjunción estelar me impiden enterarme de lo que se desgrana en la pizarra.
Y es que los asientos de primera fila son poderosos. Un padre solicita firmemente que su hijo sea trasladado a una de esas sillas mágicas, y que no se mueva de ahí en todo el curso, porque lo digo yo, se lo recuerdas, Negre, que ya está bien, oiga. Y es que está ahí la esencia de todo, el Misterio desvelado, la llave mágica que abrirá el paso a los aprobados: sentarse en primera fila. No ya trabajar diariamente, ser consciente de que este es el único momento que se tiene entre manos, llevar el asunto más o menos al día, preparar la mochila para mañana, tener normas y límites en casa, restringir el teléfono, internet, la consola,...
No.
Hay que sentarse en primera fila. Todos los males solucionados. El hábito de trabajo asimilado con sólo reposar las nalgas en la tabla de madera. Los textos comprendidos simplemente con dejar las manos deslizarse sobre la mesa próxima a la pizarra.
Si ya lo dijo mi compañera Maricarmen el curso pasado: para dar gusto a todos, los alumnos, mejor colocados en transversal. Una única primera fila de treinta alumnos. Y asunto solucionado. Fin del fracaso escolar en este país...