En 1942 un carguero alemán parte de Japón con destino a Burdeos en un desesperado intento por transportar al frente europeo una gran cantidad de toneladas del imprescindible caucho que la Wehrmacht necesita para sus operaciones de los próximos meses, en los que se va a dilucidar el futuro inmediato de la guerra, con las inminentes batallas de El-Alamein y Stalingrado en el horizonte. La misión no es sencilla, porque consiste básicamente en cruzar el mundo de parte a parte a través de aguas enemigas, los océanos Pacífico y Atlántico. Sin embargo, los aliados tampoco andan muy sobrados del material, y habiendo tenido conocimiento del envío, aspiran a hacerse con él, con lo cual no les basta con acosar al barco o incluso atacarlo y hundirlo, ya que el protocolo de actuación germano incluye la oportuna colocación de varias cargas explosivas estratégicamente situadas en la estructura del buque que permitan su voladura en caso de riesgo inminente de captura por el enemigo. Por ello es preciso que un agente infiltrado consiga inutilizar esas cargas antes de que los destructores norteamericanos se lancen en la persecución del Ingo, el barco alemán del que dependen los abastecimientos de caucho de Hitler.
Admitiendo la debilidad argumental de la premisa, así como, en general, de los puntos de partida de la trama, cabe reconocer, sin embargo, que Morituri, dirigida en 1965 por Bernhard Wicki, autor, entre otras, de la magnífica El puente (1959), y codirector de la superproducción bélica El día más largo (1962), consigue sobradamente su objetivo, esto es, crear una historia de tensión y suspense no exenta de crítica política y existencial y de un profundo mensaje antibelicista, aderezado con un notable estudio psicológico en cuanto a la evolución de personajes y situaciones en un entorno cerrado dentro del amenazante marco de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, del frente del Pacífico. Lo que más interesa a Wicki y a su guionista, Daniel Taradash, inspirado en la novela de Werner Jörg Lüddecke, es la convivencia de personajes tan diferentes en un espacio único en el que se reúnen de manera obligatoria, sin escapatoria posible y sin opción de abandono, y en cómo los distintos acontecimientos introducen en sus vidas elementos de presión casi casi irresistibles que les mueven a comportamientos extremos, al límite de la vida o la muerte: el capitán del barco (Yul Brynner) es un hombre desencantado, alejado de fanatismos políticos y guerreros que, bajo sospecha de incapacidad debida a que su último barco fue hundido mientras él estaba borracho, es amenazado por el alto mando alemán con represalias sobre su hijo, oficial en un submarino en el Mar del Norte, en caso de fracaso en su misión; Crain (Marlon Brando), es un alemán de orígenes aristocráticos que tras desertar se ha escondido en India y que, descubierto por los británicos, es obligado por un general (Trevor Howard) a introducirse como pasajero entre la tripulación bajo la falsa identidad de un responsable político del partido nazi a fin de asegurarse la desactivación de las cargas; Kruse (Martin Benrath), un nazi convencido, junto a otros miembros de la tripulación, lamentan encontrarse lejos del frente en una misión residual; en cambio, una parte de la tripulación está constituida por prisioneros políticos e individuos bajo sospecha que están permanentemente vigilados y, por otro lado, ansiosos de escapar… Al puzzle se añaden unos invitados sobrevenidos: un submarino japonés que ha hundido un buque norteamericano traspasa sus prisioneros al carguero alemán, entre los que se encuentra Esther (Janet Margolin), una joven judía.
Más allá de las limitaciones narrativas del argumento (la debilidad de la premisa o de aspectos tales como la forma en que los británicos podrían conseguir introducir en un barco alemán anclado en territorio enemigo a un espía haciéndolo pasar nada menos que por responsable político del partido nazi), Wicki se maneja acertadamente en un triple aspecto. En primer lugar, la creación de una atmósfera de intriga y suspense, tanto en lo referente a las relaciones entre personajes potencialmente enfrentados (en un plano personal, sentimental e incluso político y militar) que deben enmascarar continuamente su verdadera naturaleza ante los demás, en el caso de Crain incluso exaltando aquellos rasgos de su falsa personalidad que más creíble pueden hacer su representación, como especialmente en las secuencias, construidas en torno al más angustioso suspense, en las que el agente infiltrado intenta descubrir y desactivar las cargas, momentos en los que, además, habiéndosele prohibido la libre circulación por el interior del buque por razones de seguridad, pone en riesgo, además de la imposibilidad de cumplir su misión, el descubrimiento de su identidad como agente británico. Un segundo aspecto destacable es el adecuado tratamiento de las escenas de acción y combate, aun dentro del ajustado presupuesto y la evidente limitación de medios. Y, por último, la acertada combinación de escenarios y situaciones que permite eludir la siempre difícil sensación de claustrofobia y estatismo que el espectador puede llegar a experimentar ante una película de algo más de dos horas de duración permanentemente situada en una localización concreta y casi siempre cerrada.
Con todo, lo que interesa a Wicki y a la película no es la guerra ni la acción, sino las evoluciones de unos personajes ineludiblemente unidos por las circunstancias y que, por razones ajenas a la política, al curso de la guerra o a sus propias convicciones íntimas han de cumplir una misión en la que su opinión, su acuerdo o desacuerdo, no son requeridos. Brando parece retornar a su personaje de Fletcher Christian de Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) para recrear a ese vividor egoísta de exquisitos modales y refinados planteamientos sobre la vida que dota a su vez al oficial nazi que encarna de unos modales toscos, violentos, antipáticos y estirados. Brynner, por el contrario, es un hombre amargado, atormentado, que odia el mundo sucio y cruel en el que le ha tocado vivir, pero que no puede escapar de él, y que vive dolorosamente el hecho de que su hijo se abrace a una causa asesina y miserable. Mención especial para Janet Margolin como Esther, una criatura frágil que, sin embargo, es la única que ha sufrido de verdad la guerra, la muerte de su familia en un campo de exterminio y la violación colectiva sufrida manos de los guardias que asesinaros a los suyos; sin embargo, las desgracias no han terminado para ella, y en un giro soberbio en el que radica buena parte del mensaje antibelicista de la película, Esther ha de complacer a los americanos prisioneros como prueba de confianza para que se unan al golpe de mano que trama Crain, que para ellos no es más que un oficial nazi en el que no confían. Ahí Wicki resalta la naturaleza única del hombre en la guerra, su naturaleza embrutecida y bárbara, su carácter cruel, violento y egoísta más allá de los uniformes y banderas que defiendan: ya sea a través de la violencia, ya de la coacción física y moral, la cuestión es que todos, los nazis y los americanos, abusan del cuerpo de Esther, de su buena fe, de su inocencia, de sus ideales y de su desesperación. El personaje de Esther es depositario del mayor contenido ideológico de la película, junto con el final, de corte pesimista, a pesar del encuentro personal entre Brando y Brynner que pretende simbolizar cierto hermanamiento entre los seres humanos, y plenamente insatisfactorio para todos, puesto que ninguno de los personajes ha conseguido en última instancia cumplir con su misión, más allá de que algunos hayan conservado la vida.
Como inevitable recuerdo de la película, eso sí, los ojos húmedos y la sonrisa rota de Esther, cuya presencia, lejos de ser la habitual coartada romántica para el lucimiento de los protagonistas masculinos, se erige en vehículo y altavoz de reivindicación y, posteriormente, como conclusión, en símbolo y en destinatario de nuestra conmoción y ternura. Su mirada es la mirada de las víctimas inocentes de todas las guerras.