1. Las fases en una relación de pareja
2. La invisibilidad no sincronizada y la doble decepción masculina
«Los hombres como promesa de ternura tan a menudo traicionada [...] Los hombres como sorpresa de la vida, como regalo feliz o envenenado [...] Los hombres como interlocutores estimulantes, como niños tontos, como amigos galantes o enemigos feroces. Hombres de piel golosa y embriagador aroma fugitivo. Tan fastidiosos y sin embargo tan necesarios, ay, en fin, los hombres» Rosa Montero [Artículo completo]
Capaces de soltar las mayores crueldades en una conversación sin darse cuenta del efecto que provocan sus palabras. Nada de insultos o expresiones degradantes, tan sólo opiniones sobre asuntos domésticos o terceras personas que revelan miserias acerca de nuestra personalidad y forma de pensar más de lo que creemos. Luego, cuando llega el momento de enfrentar cara a cara nuestro egoísmo o brutalidad somos incapaces de comprender que haya quien recuerde lo que dijimos sin darle importancia. Tan sólo nos quedamos con la parte del iceberg que asoma y duele: «las mujeres recuerdan cada puñetero detallito». Hasta que ellas no se toman la molestia de exponernos el argumento completo no sabemos de qué nos están hablando. Esta asincronía genética de la comunicación está en el origen del 90% de los malentendidos y broncas conyugales.
Disocian constantemente y sin esfuerzo el amor y la fidelidad del sexo y el deseo fugaz. Atrapados en la esclavitud del deseo permanente: amigas, compañeras, conocidas, desconocidas que pasan por la calle... Una actividad incesante que resulta aún más devastadora cuando, hacia el final de la vida, se transforma en el deseo del deseo (Houellebecq dixit): cuando el cuerpo no puede acompañar las constantes pulsiones de la mente, que sólo desaparecen --al igual que el deseo de poder-- con la muerte. Aun así, todavía quedan ingenuas que creen que tooooodos los hombres del planeta --menos su maridito-- miran a otras mujeres cuando ellas no están delante. Qué suerte la suya.
Atrapados entre la generación de sus padres, que disfrutaron de las indudables ventajas que proporcionaba el machismo tradicional, y la igualdad rupturista y aparente que suelen abrazar tras el nacimiento de su primogénito. Tras actuar como padres ejemplares durante unos años acabamos renegando de ella tras la doble decepción, la invisibilidad y el espejismo de unos hijos que pensamos no necesitan supervisión a partir de los 10 años. De pronto, a los 45 no nos asusta reconocer que pretendemos reconquistar algunas comodidades de un machismo que compense parcialmente las renuncias personales y los servicios domésticos prestados. Retomar aficiones de juventud, encontrar otras nuevas, expresar sin ambigüedades opiniones que diluimos o maquillamos (por miedo o respeto) durante la fase de igualdad, disponer de nuestro propio tiempo de ocio; signos todos ellos que indican que ha llegado el momento de apropiarse de determinados privilegios (eso sí, rebajados respecto a los de nuestros progenitores o, en todo caso, con menores efectos colaterales) que se nos deben, merecemos o nos hemos ganado. Este intento, generalmente no culminado en su totalidad planificada y plagado de reyertas, garantiza que la siguiente generación de hombres vuelva a atravesar las mismas fases y a cometer los mismos errores en cada una de ellas.
Justifican mentalmente cualquier interés, egoísmo, incoherencia, contradicción, infidelidad o mentira que se cruce ante sus actos; mientras que de palabra apenas logran hacerse entender. Tras la suficiente dosis de convivencia, nos persuadimos interiormente de que cuando finalmente ella se va a dormir podemos expresar nuestra autèntica personalidad, liberados de su supervisión y de la pleitesía de la mínima cordialidad social. En esos momentos de soledad robada imaginamos disfrutar de una vida que plena de ambiciones que culminamos apenas quince minutos después frente a la luz miserable y fría del ordenador.
Capaces de detectar síntomas de sensualidad y/o erotismo en infinidad de desconocidas e ignorar las accesibles virtudes de su propia pareja, aunque se pasee en tanga por la casa. Nadie, ni siquiera Scarlett Johansson, escapa a esta maldición.
Adiestrados para no escuchar más allá de los 30 segundos que estipula su protocolo de atención. Desconectamos cuando una conversación sobre cualquier tema amenaza con detenerse o recrearse en detalles y luego, completamente despistados e incapaces de recuperar el hilo, pretendemos aportar un comentario inteligente. Esta anomalía de nuestro diseño cerebral --que se agudiza exponencialmente a partir de los 40-- es la responsable del 10% restante de malentendidos y broncas conyugales
Incapaces de reivindicar sus limitaciones con orgullo y hacer de ellas una ventaja competitiva que mejore la convivencia diaria. No sabemos sacar suficiente partido de la teoría de la caja vacía, nuestra incapacidad para procesar varias cosas a la vez o admitir cierta inutilidad congénita para encarar determinadas cuestiones de orden práctico.
Denominación genérica prácticamente universal, sin apenas mejoras evolutivas, subcategorías ni tipologías. Exhibimos diferencias inapreciables desde nuestra primera juventud, cambiamos durante unos breves años para recuperar un comportamiento que parecía desterrado (dormido en el mejor de los casos), gracias a lo que ellas consideraron en su momento una costosa labor de ingeniería social conyugal. Un cambio que siempre --en condiciones de estabilidad sentimental y convivencial-- acaba por manifestarse y que no deja de sorprender a quienes lo viven en primera presona. Al parecer no basta esta machacona y previsible repetición a lo largo de generaciones porque todavía sigue (y seguirá) entristeciendo y decepcionando a cientos de miles de mujeres.
Hombres: así, sin paliativos ni añadidos. Hombres y nada más. Ay, en fin, los hombres...
(continuará)
Revista Sociedad
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