David Cronenberg consiguió con Una historia de violencia (2005) superar la marca --hasta entonces imbatible-- como fábula cinematográfica definitiva sobre el bien y el mal que mantenía Terciopelo azul (1986) de David Lynch. Lo consigue gracias a dos aciertos cruciales: el primero, sustituir esa noción abstracta del bien y el mal, adecuadamente contenidos en (sub)mundos estancos pero que a veces entran en contacto en extraños instantes privilegiados (una oreja cortada), por una única amenaza, la violencia que pudre todo lo que toca, igual que la sangre en la nieve virgen; mejor aún, que el chapapote en el mar. Una vez entran en contacto es imposible separarlos, y el agua, a partir de ese momento, ya no volverá a ser la misma, por muchos años que pasen. El segundo, introducir con habilidad ese recurso que el cine explota como ningún otro arte narrativo: sembrar la duda en el espectador acerca de lo que ve y escucha, en este caso la constante negación de Tom Stall de ser el asesino que dicen que es.
Tom Stall (Viggo Mortensen) es el honrado dueño una cafetería, un miembro querido y respetado de su pequeña comunidad (rural, por supuesto) y un amante esposo y padre de dos hijos: un adolescente y una niña que es la encarnación de la pureza, el candor y la inocencia como siempre la ha representado el cine estadounidense (rubia platino, educada y siempre preguntando lo que no se puede responder), una imagen que evoca inevitablemente a la joven y angelical Laura Dern del filme de Lynch.
Tom mata, en defensa propia, a dos indeseables (les hemos visto actuar en el previsible pero magistral plano secuencia que da inicio a la película) que tratan de atracar su local y amenazan a una de sus empleadas, lo que le convierte en un momentáneo héroe nacional. A los pocos días, otros hombres de aspecto aún más peligroso se presentan en el pueblo, orgullosos de haber encontrado finalmente a Joey (Tom), un asesino con el que tienen cuentas pendientes. Tom, por descontado, lo niega todo: ante su mujer, ante sus hijos, ante el sheriff, ante sus amigos... Y todos le creen.
No hay tiempo para extrañamientos ni distanciamientos: la duda ya ha germinado (el espectador incluido) y nadie sabe si Tom es quien dice ser o un indeseable huido de un mundo cruel y violento que parecía tan lejano y ajeno... El agua ya está sucia y los acontecimientos se precipitan: ahora sabemos la verdad y la única incógnita --aun queda un tercio de película-- es saber lo que hará Tom para recuperar su apacible existencia de esposo y padre.
El estilo deliberadamente lento y la forma tan directa de hacer avanzar la historia recuerdan mucho a su predecesora, haciendo que el necesario maniqueísmo del argumento no parezca tan irreal. Otros dos aciertos en este último tercio: el incómodo polvo de Mortensen y su esposa (Maria Bello, con ese perturbador matojo intuido) posee la virtud de justificar y superar una situación que limitaba con el absurdo; el segundo, resolver sin florituras técnicas ni dramáticas el ajuste de cuentas definitivo. La escena final es completamente previsible, pero posee la virtud de incluir una carga metafórica impecable en fondo y forma: sin una sola palabra, cada personaje expresa lo que ha sido, lo que es y lo que será después de que la violencia le haya marcado para siempre. Un filme que roza el mejor clasicismo eastwoodiano.