Revista Arte

Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.

Por Artepoesia
Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte. Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.
En la Italia renacentista surgiría un feudo señorial de los dominios vaticanos en la parte central de la península, situado ahora entre los montes Apeninos de Umbría y el mar Adriático. Allí, el papa Eugenio IV nombraría a Oddantonio de Montefeltro señor de Urbino en 1443. Este pequeño estado italiano alcanzaría una gran relevancia cultural durante el Renacimiento. Un hermanastro de Oddantonio, Federico III de Montefeltro (1422-1482), llegaría a gobernarlo en medio de un gran esplendor artístico -con la más grande biblioteca después de la del Vaticano y un mecenazgo muy decisivo en la historia del Arte- hasta que le sucediera en 1482 su hijo Guidobaldo. Pero antes, en 1474, una hermana de Guidobaldo, Giovanna, se habría casado con un sobrino -Giovanni de la Rovere- del nuevo papa Sixto IV, y acabaría ya este papa de la familia Rovere elevando por entonces Urbino al rango de ducado.
Al fallecer Guidobaldo Montefeltro sin descendencia, el ducado pasó entonces a su sobrino, Francesco Maria de la Rovere, que a la vez era también sobrino de otro sobrino del papa Sixto, el gran papa mecenas que fuera Julio II -promotor de las pinturas de la capilla Sixtina del gran Miguel Ángel-. César Borgia -con la bendición de su padre y anterior papa Borgia, Alejandro VI- acabaría conquistando Urbino en 1502, aunque, luego de la muerte del papa Alejandro, y al advenimiento del nuevo papa Julio II, volvería el ducado a la familia de la Rovere. Y así hasta llegar a Francesco Maria II de la Rovere (1549-1631), el último duque de Urbino. En 1558, Guidobaldo II de la Rovere, padre de este último duque de Urbino, entraría al servicio del rey Felipe II de España. Colaboraría desde entonces el ducado de Urbino en las luchas contra el Turco y en los intereses españoles en Italia, a cambio, Felipe II protegería el frágil ducado de Urbino frente a las veleidosas ambiciones expansionistas de los papas.
El rey Felipe II moriría en 1598 y su hijo Felipe III, el nuevo gran rey del inmenso imperio hispano, se casaría ese mismo año con la archiduquesa de Austria, Margarita de Estiria (1584-1611). Una mujer que no se acostumbraría a la nueva corte española, tan llena ahora de aduladores y oportunistas corruptos. Su talante riguroso obligaría a desvelar ya los oscuros negocios del primer ministro -valido- del rey Felipe III, el duque de Lerma, el cual tuvo que abandonar así definitivamente todos sus cargos y la vida pública para siempre en 1618. Pero, antes de eso, la reina Margarita habría oído hablar en 1604 de un pintor de Urbino, de un artista que era tan maravilloso con los colores y con las obras religiosas, unas creaciones que ya llevaría tiempo realizando él en Italia, pero que aún no eran muy conocidas fuera de allí. Así que, por entonces, insinuaría ya la cultivada y aficionada Margarita de Austria al embajador de Urbino en España, Bernardo Maschi, su deseo de poseer ahora una obra realizada por este desconocido y tan admirado pintor.
El embajador Maschi se lo acabaría comunicando a Francesco Maria II -duque de Urbino-, y éste trataría enseguida de satisfacer ese deseo artístico de la reina de España, una monarquía protectora de su ducado en un momento de gran debilidad de Urbino -Francesco no tendría tampoco descendencia- frente a los anhelos territoriales del estado pontificio. Ese pintor tan maravilloso era Federico Barocci (1535-1612), un creador de familia ya de artistas milaneses -su padre era un escultor lombardo no muy reconocido-, pero que terminaría naciendo en Urbino, donde hermanos de su madre sí eran reconocidos artistas renacentistas -los Genga, arquitectos, pintores, escultores y hasta músicos, y que introdujeron el Manierismo de Roma en Urbino-. En Urbino se formaría Barocci con el pintor manierista Battista Franco, que entre 1545 y 1551 trabajó en esta ciudad junto al tío de Barocci, Girolamo Genga. Este pintor veneciano le aportaría dos cosas fundamentales: el dominio del color -Venecia descubrió el poder de los colores en el Arte- y el estilo fabuloso manierista del gran Miguel Ángel. Marcharía con su tío a Roma en 1548, donde terminaría Barocci por adquirir dos cosas más que le marcarían ya profundamente el resto de su vida.
Una de ellas, por supuesto, fue descubrir las obras manieristas del gran pintor Correggio -fallecido ya un año antes de nacer Barocci-, el que fuera magnífico pintor clasicista y seguidor de Rafael y Miguel Ángel, pero que utilizaría a veces la técnica leonardina del pastel, esa forma de pintar sin disolvente alguno, directamente la pintura en el lienzo, y que Barocci admiraría ya especialmente. Con sus originales y personales obras, utilizando por ejemplo esta sutil técnica al pastel, Barocci conseguirá llegar a crear atmósferas de realidad tan etéreas que nadie, ni antes ni después, habría alcanzado a plasmar ya así las texturas, los tejidos, la luz y la emoción manierista en toda la historia del Arte. Pero, sin embargo, adquiriría otra cosa más todavía en Roma, algo terrible que le condicionaría toda su vida. Allí, en la ciudad más competitiva del Arte, vendría ahora a sospechar el pintor que querrían eliminarle otros artistas como fuese, tanta envidia y recelos despertaría ya su labor artística, tan personal e innovadora, entre otros pintores por entonces. No se sabe cuál fue la razón verdadera, si un veneno insidioso o una enfermedad intestinal, lo cierto es que desde entonces su salud se resentiría, y no conseguiría el creador de Urbino poder pintar ya más que dos horas diarias para el resto de su vida. 
Se marchó de Roma para no volver jamás, y desde entonces crearía en Urbino tanto para Francesco Maria II de la Rovere como para otros mecenas -los papas y otras cortes- sus exquisitas obras, eso sí, sin determinar ahora el tiempo que para la finalización de sus elaboradas, sensibles, devotas y maravillosas creaciones artísticas requeriría. Y de este modo, cuando el embajador de Urbino le expresó el deseo ferviente de la reina de España por poseer una obra de Barocci, el duque de la Rovere no pudo arriesgarse a perder las simpatías de la gran corte española. Y no pudo por el tiempo ahora que le llevaría al pintor hipocondríaco llevar a cabo una de sus maravillosas obras de Arte. ¿Cómo resolverlo? El duque de Urbino tendría ya una obra del pintor maravillosa, un lienzo tan extraordinario que lo guardaba Francesco como una magnífica joya artística del patrimonio de su ducado. Pero, ahora, bien le valdría perderlo antes que perder el favor de la poderosa monarquía hispana, este gran reino que ayudaría a su ducado a defender sus derechos territoriales ante los ansiosos papas.
La única obra que tendría de Barocci, El Nacimiento, una joya ahora de innovación compositiva, un alarde de emoción y de color, de luz, de sombras, de ternura, de devoción, de inspiración y perfección manierista, era de la que el duque de Urbino iba a desprenderse para no perder su difícil influencia política en la inestable y ladina zona. Prepararon el lienzo, lo enrollaron muy bien y se dirigió el embajador del duque a Génova para embarcarse rumbo a España. Llegaría a la ciudad española de Valladolid en 1605, donde por entonces radicaba la capital de España -el valido corrupto duque de Lerma tendría propiedades inmobiliarias allí, y le pareció muy bien así obtener beneficios especulativos trasladando ahora la corte a esta ciudad, al año siguiente volvería a Madrid-, y trataría en una de las recepciones de la reina el embajador de Urbino de impresionarla lo más posible con el fascinante lienzo de Barocci.
Ya sabría él que la corte española era muy crítica y ácida a veces con las obras extranjeras. Fue lo que sucedió hace unos años, cuando le llevaron una obra también a Felipe II para El Escorial, por entonces criticaron el lienzo de Urbino con comentarios sobre su exceso compositivo o su exagerado o inapropiado colorido. Así que, ahora, cuando por fin se presentó ante Margarita de Austria aquel día de 1605 en Valladolid, desenrollaría él mismo el lienzo y, con dos ayudantes apropiados, mostraría la maravillosa obra de Barocci situada adecuadamente ante un foco de luz preciso, una iluminación perfecta para, de ese modo, dejar impresionada -no podría errar en esto- a la reina con la imagen tan inédita y arrebatadora del nacimiento divino. Y toda la escena sagrada en un establo ahora diferente, ante una escena distinta a la de siempre, llena ahora de la más asombrosa originalidad y sutileza nunca ya antes vista por nadie. Fue todo un éxito, y la reina pronunciaría sus ya conocidas palabras: Muy buena es la pintura, muy alegre y devota. Y continuó Margarita de Estiria diciéndole al embajador: Le comunicaréis al duque que me he holgado mucho con su regalo.
No era para menos, la obra de Federico Barocci El Nacimiento, realizada en 1595, era todo lo que el Arte habría conseguido por entonces realizar con la mayor grandiosidad manierista y clásica llevada por entonces a la más audaz forma de presentar ahora una composición de ese tipo, no vista antes en la historia. Una virgen semierguida, con una inclinación sesgada de su perfil, y dibujada también desde un ángulo ligeramente alto -junto a toda la pequeña estancia-. Ella se alejaba lo suficientemente ahora de la imagen generadora de luz del niño dios como para hacer, de ese pequeño conjunto, una muy genial forma ya de presentarlo. Los demás personajes, tan manidos y habituales en la escena sagrada, no estarán aquí en planos principales. Los pastores tras la puerta, San José muy retirado, señalándoles a ellos además -como a nosotros- el motivo de todo este maravilloso alarde creativo. El típico ganado sesgado apenas, aunque presente y muy cerca aquí del foco principal, la pequeña imagen de Jesús recién nacido -Barocci, admirador y devoto de San Francisco de Asís, reconocía así el sagrado protagonismo de estos animales-, y toda la estancia además iluminada ya desde la cuna divina, con las sombras tanto de la figura de la madre como las de los barrotes de madera ahora del muro lateral, toda una extraordinaria y original obra de Arte.
Porque Barocci fue un artista que supo combinar siempre el motivo fundamental de entonces, el religioso, con los recursos que su técnica tan particular le daría para llevar esas devotas obras al carácter más universal y genérico, ese resultado final que todo Arte debía tener siempre. De este modo articuló sentido sagrado con carácter profano, devoción espiritual recogida con ternura humana y material. Algo que pocos llegaron a realizar con frecuencia, porque se necesitaría no sólo originalidad y audacia sino colores vivos y atrevidos, tan vivos y aventurados como la vida tan sensible y sensual que de otras temáticas ya se precisaran. Pero también el gesto, la manera en que ahora los personajes se comportaran, se situaran con su postura en el entorno, ahora con un sentido menos hierático, menos sagrado, para llegar así a ser tan sencillamente humano, tan corrientemente natural que, a veces, pensemos de ellos que no serán ya seres tan divinizados sino simples personajes, simples seres expuestos ahora ya con la belleza tan asombrada del momento.
(Óleos todos del genial y desconocido pintor manierista Federico Barocci, excepto el retrato de la reina de España, Margarita de Austria, realizado por el pintor español -aún más desconocido- Bartolomé González y Serrano, 1609, Museo del Prado, : Detalle de la cabeza de San Juan de la obra Entierro de Cristo, 1582; Pintura El Nacimiento, 1595, Museo del Prado; Obra Descanso de la huida a Egipto, 1570, Pinacoteca Vaticana; Lienzo La Madonna del gatto, 1575, National Gallery de Londres; Detalles de la Madonna del gatto, el pájaro en la mano de San Juan y el gato frente a él; Extraordinario lienzo de Barocci, Eneas huyendo de Troya con Anquises, su mujer y su hijo, 1598, donde aquí el pintor nos muestra el bagaje que el héroe latino, el que fundaría Roma, se llevaría ya de aquella Troya ahora destruida, su decisión, su herencia, con su padre Anquises en brazos, la sabiduría y los dioses -los que transporta ahora Anquises aquí dificilmente-, su mujer y su hijo Ascanio, su descendencia, Galería Borghese, Roma; Retablo Entierro de Cristo, 1582, iglesia de Sanigallia, Italia; Detalle del mismo cuadro, donde se aprecia la figura tan humana de San Juan ayudando a portar el cuerpo de Cristo, Sanigallia, Italia; Retrato de Francesco Maria II de la Rovere, 1573, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato barroco de Margarita de Austria, reina de España de 1599 a 1611, del pintor Bartolomé González y Serrano, 1609, Prado; Detalle de Eneas transportando a su padre Anquises huyendo de una Troya destruida, 1598, Roma; Autorretrato del pintor manierista Barocci, ca. 1600, Salzburgo, Austria.)


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