Arusha, Tanzania. 11 de junio 2011
A principios del siglo XIX África tan solo había sido explorado poco más allá de sus costas. Se habían remontado la mayoría de los grandes ríos pero el interior seguía inexpugnable para los colonizadores occidentales. La “terra incognita ubi sunt leonis” para los geógrafos de la edad media era tan solo una gran mancha blanca en los mapas. Bajo el impulso de la revolución industrial, movidos por un fuerte sentimiento patriótico y romántico, y ayudados por el nuevo invento de Daguerre (la fotografía), exploradores, la mayoría burgueses anglosajones, bajo pretextos científicos o militares se lanzaron en busca de aventuras, ávidos por mostrar nuevos mundos. Nombres como Livinstong, Wollanston, Stanley o H.H. Jhonston. Temerarios que colorearon aquella gran mancha blanca.
Aquellos pioneros, por absurdo que pudiesen parecer sus empresas, establecieron la verdadera revolución, su atrevimiento, su audacia frente al inmovilismo hizo tanto como cualquier innovación tecnológica de la época, plantando el germen de un nuevo mundo interconectado. Un cambio de mentalidad que introdujo un nuevo concepto. Viajar para conocer nuevas culturas. La exploración y en su esencia el viaje considerada como “la expresión física de la pasión intelectual”.
Observando la carta náutica isocrónica para viajeros publicada en 1881 por la Royal Geographical society,-tan solo 26 años después del descubrimiento de las cataratas Victoria-, es fácil darse cuenta del enorme cambio producido en tan breve espacio de tiempo. La carta mostraba mediante áreas, el viaje de menor número de días desde Londres, avanzando por las rutas más rápidas y haciendo uso de los medios de transporte a un precio razonable. Pocos podían imaginar entonces que donde era necesario realizar travesías inciertas de más de 30 días, hoy fuese posible hacerlo en menos de 30 horas. Ahora todo es más inmediato, más rápido, más seguro. El mundo ha cambiado, ya nada es como era antes.
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Ni ahorrar el dinero necesario, ni los engorrosos trámites burocráticos, ni preparar toda la logística del viaje. Dejar atrás todo, aunque sea de forma temporal, es sin duda lo más complicado, produce una sensación similar a la de lanzarse en paracaídas desde un avión a 4000 metros de altura, donde la taquicardia se convierte instantáneamente en la más absoluta calma flotando en el aire mientras por unos segundos caes a una velocidad de 200 km/h. Con esta impresión, partimos rumbo a Italia con las mochilas cargadas para dar inicio a nuestra ruta.
Tras descansar una noche en Bérgamo, acompañados de una fina lluvia atravesamos la embotellada Milán en un diminuto autobús. El avión, como era de esperar, venía con retraso -no se fueran a perder las costumbres-. Dos soporíferas horas de espera viendo pasar a todo tipo de personajes, de esos que parece sólo habitan en los aeropuertos y de los que no puedes evitar hacer conjeturas sobre cuál será su destino
El avión rumbo a El Cairo contaba con un ejemplar del Corán, ahí donde habitualmente se sitúa el botiquín, que llegado el caso, ya se sabe es de mucha más utilidad. Sentados en el único asiento sin ventana al exterior junto a la parte delantera de la puerta de emergencia con vistas al plástico blanco del fuselaje nos quedamos con las ganas de ver las narices de la esfinge. Asi que concentramos todos nuestros esfuerzos en digerir el cuscús sintético que la compañía aérea había tenido a bien servirnos mientras observábamos con desdén una película de esas que sabes a ciencia cierta que al final el chico acabara con la chica, o viceversa.
Arribados y tras otras 4 insufribles horas de espera viendo camellos de peluche y toscos papiros de regalo, y tras comprobar que los alrededores del aeropuerto no son terreno fértil, ni abundante en agua, a la hora acordada partimos rumbo a Dar es salaam, esta vez junto a la ventanilla, desde donde poder contemplar un enorme vacío de luz, es decir, la oscuridad. En algún punto de la noche atravesamos el ecuador. Una inmensidad de luces como guirnaldas de navidad precedió nuestro aterrizaje en la capital tanzana a las 5.30, hora intempestiva aquí y en la China. Cumplimentando los trámites del visado, que se resumen al pago de 50 dólares a un señor de gorra ridícula, salimos al exterior, temerosos de encontrarnos con hordas de taxistas ansiosos por ofrecer sus servicios, cual leones acechando a las indefensas gacelas. Pero en su lugar encontramos la más completa ignorancia, un mosquito taciturno y mucha humedad.
Camino de la estación de autobuses de Ubungo, la ciudad comenzaba a despertar. Un tráfico caótico por carreteras atestadas de puestos callejeros, chabolas, fábricas y gente deambulando de un lado a otro, la mayoría con camisetas de Messi. Legañosos llegamos a la estación de autobuses, el caos perfectamente organizado donde sin mayor miramiento cogimos 2 plazas en el siguiente autobús camino a Arusha. Categoría lujo -con un asiento que apenas cabía el culo, y hay que ver los que se gastan aquí-, servicio express –en suajili significa lo contrario- y con una duración de 9 horas, que finalmente acabaron siendo 11 (2 más por el mismo precio, un negocio redondo).
Rumbo el interior del país, poco a poco la jungla de asfalto y chabolas fue dejando paso a una exuberante vegetación salpicada de chozas. Así transcurría alegremente el día entre el trajín de los nuevos pasajeros, badenes y sus antónimos, impresionantes árboles, insistentes vendedores de cucharas y poblados destartalados, mientras se consumía de nuevo la luz del sol entre la desesperación, el sueño y el incesante traqueteo del autobús, cuando poco antes de nuestro destino, 30 horas después de nuestra partida. 30 horas como 30 días, pudimos contemplar al fin, el majestuoso e imponente relieve de la gran “montaña blanca”, cayendo de sus laderas impresionantes lenguas blancas. Las últimas nieves del Kilimanjaro.
Unas nieves muy diferentes a las que pudieran observar Livingston o cualquier de sus coetáneos, mermadas hasta el extremo. Unas nieves que ya no podrán contemplar aquellos que dentro de 100 años realicen este mismo viaje en tan solo 30 minutos gracias a un teletransportador. Embutidos, como única vestimenta, en una piel inteligente autolavable y reversible, y como único equipaje un iphone galaxy 5. Entonces ya nada será como antes.
"Todo lo que un hombre es capaz de imaginar,. otros hombres serán capaces de realizarlo."
Julio Verne