Revista Cine

Terror de bajo presupuesto: La bestia con cinco dedos

Publicado el 10 octubre 2011 por 39escalones

Terror de bajo presupuesto: La bestia con cinco dedos

En la filmografía de Robert Florey, discreto director de la primera mitad del siglo XX (en su filmografía destaca asimismo haber llevado a la pantalla a los hermanos Marx en Los cuatro cocos, así como sus adaptaciones de relatos de terror de Poe y otros con Bela Lugosi y Peter Lorre, o incluso alguna de las secuelas de Tarzán), llama la atención una película considerada hoy de culto: La bestia con cinco dedos (1946), escrita por Curt Siodmak, hermano del célebre director de origen alemán. No es de extrañar, porque a pesar de sus evidentes carencias financieras, la película, brevísima (no llega a alcanzar la hora y media), ofrece, a través de un estupendo ejercicio de síntesis, una historia típica de terror con gran acierto en la recreación de atmósferas, estupendos momentos de clímax terroríficos y una galería de personajes bien descritos y desarrollados, un potaje del horror en el que además no escasean los guiños humorísticos, abiertamente paródicos o sutilmente sugeridos. En esta ocasión, el espacio geográfico en el que transcurre la trama es tan poco frecuente como, quizá, improbable, Italia, a priori un lugar no demasiado indicado para situar tenebrosas mansiones repletas de misterios. Sin embargo, ello da pie a unas cuantas notas de folclorismo local que, por otro lado, facilitan a la historia la posibilidad de introducir el elemento supersticioso popular como ingrediente con que acompañar el misterio central del filme.

Misterio que no es otro que la muerte de un famoso pianista Francis Ingram (Victor Francen) poco tiempo después de modificar su testamento en favor de Julie, la enfermera que lleva cuidándolo varios años (Andrea King). Tras una acelerada pero precisa presentación de los personajes centrales, la película nos introduce de lleno tanto en el escenario principal, una mansión gótica propia de este tipo de películas, con sus salones espaciosos y decadentes con enormes chimeneas, majestuosas lámparas y panorámicos espejos, con sus amplios corredores repletos de ruidos durante la noche, y con sus escaleras llenas de sombras, como en el nudo de la trama, cuando, tras la sospechosa muerte del músico, se presentan sus únicos parientes vivos (Charles Dingle y John Alvin) con la intención de hacerse con la herencia y liquidar todo el patrimonio del finado para llenarse los bolsillos. La lectura del testamento, en la mejor tradición de esta clase de escenas al modo clásico, y su sorprendente resultado, dan pie a su impugnación legal, pero el trámite no llega muy lejos: esa misma noche, el abogado Duprex, venido expresamente de París, aparece en un rincón de la casa asesinado cruelmente con unas huellas terribles en el cuello. Eso no impide que los que se creen legítimos herederos porfíen en sus intenciones en contra de Julie, que sólo cuenta con la ayuda de un joven músico que lleva años varado en la mansión (Robert Alda, padre del actor Alan Alda), antiguo asistente de Ingram que poco a poco se ha visto ocioso, apartado, residual, y que malvive vendiendo falsas antigüedades a los turistas. Todo ello bajo la atenta y siniestra mirada de Cummins (Peter Lorre), un estudioso de temas relacionados con el oscurantismo, la nigromancia y la predicción del futuro, que utiliza la vasta biblioteca de Ingram para sus investigaciones.

La muerte de Duprex hace entrar en escena a Ovidio Castanio (J. Carrol Naish), un pintoresco comisario de policía tan aparentemente frívolo y despreocupado como en realidad agudo sabueso. El caso se complica cuando, después de la muerte de Ingram y su abogado, extraños fenómenos empiezan a ocurrir en la casa: de noche, con el salón cerrado a cal y canto, las antiguas melodías favoritas de Ingram suenan en el piano interpretadas con su particular estilo, mientras que la cripta donde reposan sus restos se ilumina misteriosamente. Aunque nada tan extraño e inquietante como el hecho de que, envalentonados los habitantes de la casa y decididos a averiguar la verdad, descubren, tras abrir el cofre mortuorio de Ingram, que al cadáver le falta una mano…

La película, que tiene no poco de parodia, maneja adecuadamente tópicos muy presentes en este tipo de cine, aderezados con un buen uso de la música para incrementar la sensación de terror en los personajes (una excelente partitura, otra más, del gran Max Steiner), así como de las lúgubres atmósferas recreadas por la fotografía de Wesley Anderson y los magníficos decorados, que no eluden ninguno de los lugares comunes del género (pasillos, salas, criptas, jardines, todos magníficamente recreados con el aura de misterio, las sombras y los detalles tenebrosos y decadentes que les son propios). El antagonismo de los dos bandos enfrentados por la herencia, la inquietante presencia de Cummins, que parece saber más de lo que dice e incluso intervenir en lo que ocurre más allá de su interés por conservar los libros de su antiguo benefactor, la llegada de la policía a investigar el caso, en la piel de un comisario tan propio de su país (no se ahorran tópicos sobre lo italiano en su personaje, aunque finalmente demuestre su talla intelectual y de hombre de acción) y el escenario apropiado para las supercherías y el misterio vienen ayudados por el derroche de imaginación de Siodmak y Florey, y también por un sublime aprovechamiento de los escasos medios técnicos disponibles y un acertadísimo uso de los efectos especiales, tanto para la construcción de un ambiente opresivo y psicológicamente tenso a punto de estallar, como en los momentos en los que “la bestia con cinco dedos” hace de las suyas libremente por la casa (exceptuando en una ocasión, junto al piano, donde resulta inevitable en 1946 que el truco de movimiento no quede al descubierto).

En resumen, una joya olvidada, previsible quizá en su planteamiento, desarrollo y final (con un irónico guiño del comisario al público, al que se dirige directamente a través de la cámara, acentuando así el aspecto paródico del filme), pero con ingredientes para proporcionar un buen pasatiempo de terror, intriga y suspense con notas de humor negro y que cuenta por si fuera poco con el genial Peter Lorre en un papel tremebundo que le va, y nunca mejor dicho, como anillo al dedo.


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