Esto es sólo mi opinión, que cambia constantemente. No me creas. Crea la tuya.
(Hoy publico el testimonio de Carme, una buena manera de comprender aquello de la “experiencia y experimentación personal”. Insisto, nadie puede decirte cómo comer –o cómo vivir–; es algo que debes descubrir y desarrollar tú mismo. ¡Gracias Carme!)
Después de haber pasado por un montón de “dietas” o “modos” de alimentación, tratando de mejorar mi salud, aterricé un día en este blog. Fue por azar, pero el caso es que acabé aquí, y me puse a leer ávidamente el blog que ha cambiado mi vida. Luego hubo otros, pues gracias a Robert me he vuelto asidua de páginas como la de Sisson, Wolf y otros paleo, que me han ido descubriendo recetas, ejercicios y otra manera de hacer las cosas.
Robert tan solo me dijo: “esto es lo que yo pienso, tú si quieres pruébalo y a ver qué tal te sienta. Experimenta”. Me costó poco decidirme, por un lado porque ya había “experimentado” la dieta mediterránea, y el vegetarianismo, y por supuesto la tradicional “dieta” rica en azúcares, hidratos y bollería que sigue tanta gente, y dietas hipercalóricas y otras que restringían unos u otros alimentos. Todo con el fin de engordar y tratando de sentirme mejor.
Y por otro lado también me costó poco porque mi vida era un infierno.
Con tan solo 48 kilos de peso para 1’63 metros de altura (y eso después de un intenso año con una dieta hipercalórica para subir desde los exiguos 41 kilos que había llegado a pesar), me pasaba el día comiendo. Necesitaba comer entre 6 y 8 veces al día. Comer menos de 5 veces podía suponer el desastre: bajones de azúcar, mal humor, mareos, náuseas… Olvidarme un día la merienda en casa era un dramón. Tenía que comer además a horas muy concretas, pues si me pasaba de la hora, los síntomas de malestar se agravaban y acababa llorando, con arcadas, temblores en las manos, etc. Hubo una época, justo antes de comenzar a “vivir paleo”, en que ya empezaba a rehuir ciertas reuniones sociales: la gente come cuando come, y si yo tenía que comer a las 2 para no sentirme mal, las cosas se complicaban. Normalmente yo insistía en que tenía que comer, y la gente me comprendía, pero a medias, porque para la gente normal las 2 pueden ser las 2 y cuarto o las 2 y media o puede que las 3, y no pasa nada. Para mí era el caos. ¿Qué hacer? ¿Comer sola antes? ¿Aguantar el chaparrón aunque me sintiese mal? Aquello, sumado al cansancio extremo que sentía continuamente, me superaba.
Así que me lancé. Yo ya hacía tiempo que había dejado el azúcar y los edulcorantes, pero los cereales estaban ahí, todos los días. Decidí probar durante 3 ó 4 días. Para cuando pasaron, se me había deshinchado mucho la barriga (estaba delgada pero tenía barriguita) y quizá, solo quizá, me sentía menos cansada.
Continué. Y un día, pasada una semana, me di cuenta de que me había saltado una media mañana. Me la había saltado porque no me sentía mal, porque no tenía náuseas. Sorprendida, al día siguiente me vi a mí misma saltándome la merienda. Sucedió varias veces hasta que un día pasó algo nuevo: sentí hambre. No náuseas, ni mareos, ni debilidad, ni arcadas… Era HAMBRE de verdad, no malestar, no algo horrible. No sé si os lo váis a creer pero me eché a llorar.
Desde ese día se empezaron a producir una serie de cambios que han hecho mi vida mucho más fácil. Entre ellos, desapareció el dolor estomacal que sentía a veces después de las comidas. Y la sed. Siempre tenía sed, bebía entre 3 y 4 litros de agua al día. Me daba cuenta de que aquello no podía estar bien, pero la sed era terrible y no podía parar de beber.
Ahora como 3 veces al día, aunque a veces me levanto sin hambre y me salto el desayuno, o tengo tanta hambre en el desayuno que soy un pozo sin fondo y luego no como a mediodía. Otras veces hago una merienda a media tarde, con unos pocos frutos secos, pero no la suelo necesitar.
Además, el ejercicio también ha cambiado de resultados: antes me sentía débil y cansada cuando hacía ejercicio, me costaba recuperarme de cualquier cosa que hiciera, y ahora en cambio he comenzado a tener músculos un poquito más marcados y me siento más fuerte. Dejé de ir al gimnasio, al que iba 1 ó 2 veces por semana obligándome a mí misma al aburrimiento, la música alta, el ambiente cerrado y las colas para usar las máquinas. En lugar de eso, empecé a dar paseos por el monte, a ratos corriendo a ratos andando, a ratos saltando o a trancos, y cada vez me fui sintiendo mejor.
Y al no sufrir tantos altibajos en la energía, tengo más sensación de tranquilidad, de control, de calma.
Luego hay otras cosas que no han cambiado o que han empeorado, aunque con matices. Ha empeorado mi peso. Digo “con matices” porque aunque peso menos (oscilo entre los 44-46 kilos) me siento mejor y ya no le doy tanta importancia al número que marca la báscula. Aunque reconozco que me gustaría subir de peso y tener una apariencia un poco menos enclenque.
Y una cosa que no ha cambiado es la rinitis crónica que me acompaña desde la infancia. No sé si puede tener o no relación con la alimentación, pero supongo que aunque estuviera relacionada, siendo una enfermedad arraigada tantos años, tardaría lo suyo en marcharse.
En algunas ocasiones he hecho excepciones a la dieta paleo, a veces por gusto (un par de tartas caseras que quise probar) y otras por probar cuál era mi reacción. Normalmente el resultado ha sido hinchazón abdominal y falta de apetito en la siguiente comida o, en un experimento que hice, vi que si en 3 días consecutivos comía cereales, volvía a mi situación anterior.
Mi cuerpo se ha vuelto más conversador y ahora me envía sensaciones inmediatas sobre la comida. A veces con solo mirar la comida o pensar en ella, la sensación es tan clara que no necesito más.
Puedo decir que para mí el cambio a paleo fue muy fácil porque la abundancia y la intensidad de las reacciones positivas de mi cuerpo fue tal que no podía no continuar. La sensación de bienestar fue tan grande desde el principio que no me costaba nada hacer frente a los cambios.
Sin embargo, este otoño está siendo mi prueba de fuego. La vida paleo me dio fuerzas para plantearme otras cosas y, como resultado de ello, me he mudado a otra ciudad y he cambiado de trabajo. El cambio ha sido en todos los sentidos para mejor: vivo en un sitio con mejor clima, en una casa mejor acondicionada, gano un poco más y, lo que era mi objetivo principal, trabajo en un sitio con mucho mejor ambiente, donde me siento respetada y valorada, cosa que no era el caso en mi anterior trabajo. Pero no lo estoy llevando bien. Son muchos cambios, muchas nuevas rutinas a las que adaptarme, y toda una vida social a construir desde cero. Y me está afectando mucho. Primero, la mudanza fue físicamente agotadora, y pasé una semana entera con un cansancio extremo que no me permitía hacer casi nada. Y después apareció la sensación de necesidad de dulce. Ya hacía mucho que no la tenía, pero ahora llevo un par de meses en que aparece casi a diario, casi siempre por la noche al llegar a casa ya cansada. Sigo alimentándome bien, pero la ansiedad que me han generado todos estos cambios no parece estar bajo mi control y me está costando hacerle frente. Es más duro aún quizás porque me ha pillado por sorpresa. Trato de aumentar el consumo de hidratos y dulces lo más sanos posible, comiendo dátiles y más fruta que antes, pero aún así me está resultando duro. De pronto me da pereza salir a caminar, o hacer ejercicio, y lo único que me apetece es no hacer nada. Espero que simplemente forme parte del proceso de adaptación y que poco a poco la situación se normalice, y pueda volver a sentirme todo lo fantásticamente bien que me he sentido desde que empecé con la vida paleo.
Por cierto, poco a poco, mi pareja se ha ido convenciendo de las bondades de esas “frikadas” que le cuento, y por su propio pie decidió hacer pequeños cambios, como ir reduciendo la cantidad de pan que comía o salir conmigo de vez en cuando al monte. El resultado: sin pasar hambre y como quien no quiere la cosa, perdió 10 kilos en 3 meses y le ha mejorado la piel de la cara, que siempre estaba reseca y enrojecida. Se come una pizza de vez en cuando y alguna vez moja pan en las salsas (cuando comemos fuera, porque para casa ya ha dejado de comprar pan), y no ha vuelto a tener problemas de acidez de estómago. Y es algo que me ha gustado mucho de esta experiencia: no he necesitado convencerle de nada, porque los resultados hablan por sí mismos.