Revista Cine
Tercera película dirigida por Jodie Foster, quien además se reserva un papel secundario. Lo que empieza como una comedia se revela, poco a poco, como un drama que golpea al espectador con toda su crudeza: al fin y al cabo la película es un retrato (a veces demoledor) de la depresión y sus efectos, y también de los trastornos de personalidad. Mel Gibson interpreta a Walter, un hombre deprimido al que no ayudan ni los fármacos ni los libros de autoayuda ni los psicoanalistas ni su familia. Suicida fallido, una noche encuentra la marioneta de un castor y empieza a hablar y a expresarse mediante ella, como si fuera un ventrílocuo chiflado. El castor, que en teoría es un ser que construye (aunque también puede destruir), acaba encarnando la metáfora de la historia.
Uno de los aspectos más interesantes lo constituye el personaje de su hijo mayor: ha heredado los mismos rasgos de su padre y va en camino de convertirse en una fotocopia (enferma) y su mayor obsesión es apartarse de ese camino. En esa huida del padre yo mismo me he visto reflejado. Creo que Foster ha hecho una película bastante decente. Todo lo que gira en torno a la depresión acaba siendo terrorífico y así se revela en el último tercio del filme. Por cierto: es uno de los mejores trabajos de Mel Gibson; siempre se le dio bien la mirada de loco.