Hace quince días tuve la oportunidad de ir con mi novia y unos amigos al Zoo Aquarium de Madrid. Es un lugar que a los niños (y muchos adultos) les parece mágico y de visita obligada en un mundo urbanizado donde ver un animal por la calle a veces está considerado incluso como muestra de mala higiene o salvajismo. Los tigres, leones, osos panda, suricatos, cabras estresadas y delfines conviven en un recinto más o menos limpio a la espera de que los visitantes desembolsen grandes cantidades de dinero sólo para verlos realizar trucos y malabares a la vez que decenas de cámaras fotográficas se ceban en ellos.
El lugar más limpio de todo el Zoo de Madrid fue precisamente el Delfinario, donde nueve animales realizan cada día un maravilloso espectáculo en el que saltan, dan volteretas, elevan a una de sus cuidadoras en el aire, se mantienen erguidos sobre su cola e, incluso, asienten, niegan con la cabeza e interactúan con el espectador. La rutina, que se realiza unas cuatro veces al día, puede congregar a cientos de personas armadas con bocadillos que parecen estar hechos de plástico y bebidas frías, y aunque la coreografía protagonizada por los delfines resulta espectacular (y aún más su morena cuidadora
) no puedes evitar fijarte que entre la música de Queen y Michael Jackson una vocecilla deja caer que una fotógrafa se encuentra presente por si quieres hacerte una foto con un delfín. Cuando te sitúas al lado del animal, éste salta alegremente fuera del agua jugando con algún compañero, abre la boca en una perfecta sonrisa y tienes tres segundos para arrodillarte a una distancia que te impida tocarlo, mirar a la cámara y salir echando leches de la zona para que otros puedan sacarse la foto con el delfín. Y “sólo” has tenido que pagar 24 Euros por diez segundos frente a un animal que te mira directamente a los ojos, mientras una interminable hilera de turistas espera para hacer lo mismo que tú bajo las órdenes de un cuidador al que parece que llevan seis meses sin pagarle.Mi novia y yo no pudimos aplaudir tras el espectáculo, ni siquiera nos pareció que estuviera bien tenerlos allí, es más, nos pareció que el hecho de diez segundos frente a Tritón, el macho, o una de las hembras, costase más que la propia entrada para el Zoo, hacía pensar en una importante suma de dinero que se iba generando día tras día.
Y, sobre todo, nos hizo pensar en que la eterna sonrisa de un delfín muchas veces no es más que una gran mentira.
Pero recapitulemos. Este no es un post para hablar sobre la evidente falta de educación y mínimo de sentido común de la mayoría de las personas, dispuestas a acariciar a una pequeña cabra hasta prácticamente desollarla viva. Pero la pobre es un claro ejemplo del stress al que pueden llegar a estar sometidos unos animales a los que se les expone de cara al público y donde todos se creen capaces de poder acariciarlos, darles de comer, y alzarlos en brazos. Una criatura tan pequeña en manos de una veintena de niños de diez años se puso a chillar y corrió a refugiarse entre nuestras piernas, lo que realmente nos hizo pensar por lo que pasarían ella y otros animales todos los días a cambio de pienso blando. Vivimos en un mundo donde nos creemos los únicos que sentimos y padecemos, donde cuando hablan de la depresión de los animales muchos se ríen y piensan que son tonterías nuestras. Donde hemos convertido las vidas de esos seres en un lucrativo y repugnante negocio.
La ganadora de la pasada edición de los Óscar a mejor documental, The Cove, trata acerca de un suceso poco conocido por la población de Japón, donde anualmente tiene lugar la masacre de 23.000 delfines. Sí, veintitrés mil. Una brutal carnicería que queda reflejada en el documental y que nos habla no sólo de una falta de escrúpulos increíble, sino también de unas personas a las que golpearías nada más verlas y de un gobierno que hace lo que quiere cuando quiere, incluso cuando ello es perjudicial para su propia población.
La moda de los delfines y ese afán por, como dicen en la película: “de abrazarlos, besarlos y quererlos hasta la muerte” comenzó en la década de los sesenta de la forma más simple que uno pudiera imaginar, con una serie de televisión llamada Flipper y su cuidador, Richard O’Barry. Ric fue quien se encargó de capturar a las cinco hembras que sirvieron para dar vida al delfín Flipper, y con ello se desató la obsesión por estos mamíferos traducida en montañas de dinero. Fue el boom de los delfinarios, lo que llevó a la muerte de muchos de estos animales al no estar acostumbrados a vivir en cautividad y al no conocer los cuidadores cómo mantenerlos vivos en un recinto de hormigón. Y aquí es donde nace la pregunta que da origen al documental The Cove: ¿De dónde han salido esos animales?
Así que nos sumergimos en la pequeña población costera de Taiji, enclavada en una ruta migratoria de delfines, donde año tras año los barcos pesqueros esperan su llegada para, introduciendo unas barras de metal en el agua y golpeándolas, crear una barrera de sonido que los aturde y los conduce hasta la costa, donde allí son encerrados en redes y seleccionados por cuidadores de delfines que buscan los mejores para ser trasladados a delfinarios de todo el mundo. Los demás, crías incluidas, son asesinados en una cala secreta a pocos metros de allí.
El documental es bastante explícito en cuanto a la masacre, cosa que no debería sorprendernos. Lo que su director, un antiguo fotógrafo de National Geographic, intenta es precisamente mostrarnos toda esa salvajada sin sentido, cosa que no ha resultado tarea fácil. De hecho gran parte del metraje nos cuenta cómo consiguieron introducir una serie de cámaras ocultas en el lugar exacto donde los delfines son asesinados, algo que hacen al más puro estilo Bourne y Ocean’s Eleven. Para ello contaron incluso con un técnico de efectos especiales de ILM (Sí, en el almacén donde trabaja está el cuadro cabroncete de “Los Cazafantasmas 2”) para poder ocultarlas en falsas piedras que unos expertos submarinistas se encargarán de introducir. Es una operación no exenta de riesgo, ya que todo aquel que se acerca a la zona tiene que aguantar que trabajadores de la cala se te pongan delante y se comporten de una forma que te insta a golpearles. ¿Y por qué? Porque si te fijas llevan cámaras de video que lo que quieren es registrar cómo cometes un error y así poder detenerte, nada más. El esfuerzo que los trabajadores del documental tienen que hacer para no reventarles la cara es algo que yo no podría hacer, os lo digo en serio. Cualquier persona con dos dedos de frente no podría quedarse quieto cuando, tras ver a un delfín huyendo (y muriendo desangrado) los muy salvajes se ríen en tu cara y te dicen: thank you, thank you, goodbye, bye bye!!!
La película también habla de la cruzada de Ric O’Barry, el entrenador de Flipper. Parece impensable que un hombre que se hizo famoso (y se forró de paso) con la industria del delfín, sea ahora uno de los más importantes defensores de su libertad. Y explica a qué se debe su cambio de actitud de una forma que se te ponen los pelos de punta. Cuenta que cuando la serie Flipper se emitía en televisión, le ponía los capítulos a una de las delfinas, Cathy, y que ella era capaz no sólo de reconocerse en pantalla, sino de distinguirse de cuando aparecía otra de las hembras, cosa que muchos de los espectadores jamás supieron. Pero pronto las cosas empezaron a ir mal cuando Cathy entró en una depresión que la arrastró al suicidio en los brazos de Ric.
Es chocante pensar en cómo de inteligente (y cómo de mal lo tiene que estar pasando) puede ser un animal que decide voluntariamente acabar con su vida dejando de respirar, algo que los delfines hacen voluntariamente. Ric afirma que hasta entonces se compraba un deportivo cada año, pero que después de eso lo dejó todo. Al día siguiente era detenido por intentar liberar un delfín.
Sin embargo el negocio de los espectáculos con animales no es lo único que mueve a las autoridades japonesas para llevar a cabo la matanza de Taiji. Ya que desde finales de los ochenta las leyes regulan la caza de ballenas, Japón se encargó de dejar fuera de la protección legal a los delfines y otras especies para poder cazarlos y venderlos en el mercado como supuesta carne de ballena. Carne que, en un gesto de propaganda, quieren dar de forma gratuita en los colegios de Japón y que por desgracia está contaminada con mercurio en unos niveles letales. Es decir: están envenenando a un sector de la población que ni siquiera sabe qué narices está comiendo. La historia llega a tintes increíbles cuando en Taiji puedes estar ingiriendo carne de Delfín mientras asistes a un espectáculo acrobático. ‘The Cove’ habla también de los esfuerzos diplomáticos de Japón para levantar la prohibición de caza de ballenas, recolectando votos entre países en quiebra a cambio de dinero, cosa que ha conseguido en los últimos años.
Aunque es estremecedora, vivimos en una sociedad que nos ha hecho incrédulos y escépticos. Hace poco tuvimos que tragar con el documental de Al Gore sobre el cambio climático, que por lo visto no era tan, tan, tan transparente como parecía al principio. De modo que ahora cuando sale algo parecido nos preguntamos: ¿Qué intereses mueven esta denuncia? ¿Qué gana O’Barry, el director del documental, las personas que aparecen en él? ¿A quién beneficia? Podríamos pensar que ‘The Cove’ juega un poco con el montaje, la música, la oportuna huída del delfín nada más llegar a Taiji, etc. Pero al contrario que otros muchos documentales, esta película se moja y nos muestra lo que quizá no queremos ver, el agua teñida de sangre, los chillidos desesperados de los delfines tratando de salvar sus vidas y las de sus crías, y cómo a nadie parece importarle una mierda. Conozco a gente que no piensa que los animales tengan sentimientos, ni siquiera uno capaz de reconocerse en un espejo, comunicarse con sus semejantes o examinarnos por dentro con más precisión que los rayos X. Como construimos casas, mandamos gente al espacio y tenemos cadenas de hamburgueserías nos creemos más inteligentes que esos seres, o que cualquiera, ya puestos.
Vimos una serie de televisión y de pronto todos quisimos uno. Llenamos los acuarios esperando verles hacer monerías con pelotas de playa a cambio de unos pescados, sin pararnos a pensar en su ansiedad o sus sentimientos. Los metemos en piscinas de hormigón y esperamos que no se den cuenta, mientras pagamos los 22 euros que cuesta una entrada en el Zoo, o los 24 de una foto y diez segundos a su lado, como si fuera un juguete, o un muñeco de trapo. Padres, madres, niños con bocadillos y latas de cocacola, apiñados en gradas que aplauden y luego se van a manosear cabras, y a gastarse dinero en la tienda de regalos. A seguir manteniendo un negocio triste donde las familias se creen que los animales están a su disposición para entretenimiento y disfrute en un domingo por la tarde, y donde esas ganas de poseer algo que seguramente tenga más sentido común que la mayoría de nosotros ha llevado a un extremo aberrante.
Y ahora, por favor, sé que mucha gente no ve los videos de las reseñas, pero te pediría que lo hicieras, si luego, como especie, te crees capaz de mirarte a un espejo sin que se te caiga la cara de vergüenza.