Las dos caras del Doctor Jekyll (The two faces of dr. Jekyll)
1960
Gran Bretaña
85 min.
Fotografía: Jack Asher
Música: Monty Norman y David Henecker
Guión: Wolf Mankowitz
Reparto: Paul Massie, Dawn Adams, Christopher Lee, Francis De Wolf, Norma Marla, David Kossoff
Esta adaptación de Stevenson termina por ser uno de los uno de los títulos más flojos del autor dentro de “lo gótico” desperdiciando además una propuesta magnífica sobre el papel -a falta de ver El fantasma de la ópera y contando con que, en mi opinión, sus incursiones en la ciencia-ficción son, en el mejor de los casos, pobres. Notándose que, ni le gustaba el género, ni se sentía cómodo. Pareciendo en estos filmes un director apagado y funcionarial, principalmente porque su sentido para las atmósferas, para lo hórrido y para los abismos morales no tenía allí nada que hacer- .
El guión de Wolf Mankowitz -quien un año después escribiría la estupenda The day the earth cought fire (1961), todo un mini-clásico de la sci-fi británica. Un sobrio drama catastrofista de nada desdeñable plausibilidad sobre la destrucción de la tierra desde el punto de vista de la redacción de un periódico, a redescubrir ya mismo y sin nada que envidiar a, por ejemplo, al célebre falso documental “de anticipación” de Peter Watkins, El juego de la guerra (1965). Muy bien interpretada, con una fotografía soberbia y un enérgico trabajo visual de Val Guest - propone una relectura, más que una adaptación, sobre la obra de Stevenson a la que se aplica la misma medicina sexualizante, colorista y dinámica que ya había sido recetada anteriormente a Frankenstein o Drácula con éxito atronador. En un cambio tan clarividente que luego sería imitado
con insistencia, la conversión de Hyde, no será en un ser deforme y horrible cuya moral atravesada y perversidad se refleja en su aspecto contrahecho, sino en un bello joven de magnetismo luciferino y depravación sin límites que precisamente será vehículo carnal por el que afloré el subconsciente reprimido del Doctor en lo que sería una curiosa incorporación de elementos provenientes de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Hyde es entonces todo lo que Jekyll quería ser y no se atreve o no puede: hermoso y amoral. Siguiendo esta política el Doctor es una personalidad débil, desagradable y seca, ajena a todos y convertido en un obsesionado buscador del hombre nietzscheniano o incluso en admirador sadiano de la “ley natural”. En definitiva, otro latigazo “a là” Hammer sobre la represión victoriana y la doble moral que oculta la podredumbre.Esto en teoría, claro, el resultado final solo apunta estas profundidades, quedándose en un melodrama levemente apastelado en la que Jekyll termina siendo un pusilánime cornúpeta (la escena de sus lloros bajo la lluvia, tirado en la calle, provoca vergüenza en lugar de transmitir patetismo) y Hyde poco más que un pisaverde despreciable e infantilmente retorcido que más parece u hijo de papa en vacaciones pagadas que una verdadera manifestación de los instintos sin frenos. La culpa de esto la tiene por un lado, la poca energía formal (amazacotada entre un uso apabullante del color y una
sobreabundancia de diálogos) y por otro la deriva de la propia historia, que cambia a mitad de la carrera el carácter que había establecido en origen para el protagonista y lo confía todo a una inane historieta de celos. Pero el mayor peso muerto hay que localizarlo en la muy mediocre interpretación del melifluo Paul Massie, actor sin carisma ni presencia, que es triturado sin miramientos tanto por la pelirroja Dawn Adams como su casquivana esposa, como por un Christopher Lee genial en su papel de libertino burlador, que no solo le levanta la señora, sino que le sablea sin miramientos. Personajes estos en los que si aparece la pesimista concepción que del ser humano ofrecía Fisher en sus mejores logros.Con todo no es una película despreciable y de cuando en cuando asoma el magisterio de Fisher y su pulso para la narración y la puesta en escena (con el momento genial de la letra de Jekyll, cambiando mientras al escribir una carta se transforma en Hyde), pero el conjunto resulta verboso y desaprovechado. Habrá que esperar a 1971 y Doctor Jekyll y su hermana Hyde para que Roy Ward Baker y Brian Clemens entreguen una verdadera obra maestra sobre el personaje, exprimiendo todas sus aristas más venenosas con la forma aparentemente inofensiva de una adictivo pastiche cultista.
La maldición del hombre lobo (The curse of the Werewolf)
1961
Gran Bretaña
91 min.
Fotografía: Arthur Grant
Música: Benjamin Frankel
Guión: Anthony Hinds
Reparto: Oliver Reed, Yvonne Romain, Catherine Feller, Clifford Evans, Anthony Dawson, Richard Wordsworth, Warren Mitchell
La maldición del hombre lobo supera a la anteriormente comentada, pero sin apurar nuevamente las posibilidades de su planteamiento. La película, además, resbaló en la taquilla provocando que la Hammer se alejara de la temática licantrópica e impidiendo la consecución de una saga que, quizás hubiera lograda la instauración de una mitología propia. Como rasgo de enorme originalidad esta adaptación del mito del hombre lobo ambienta en una España bécqueriana (por ello fue prohibida aquí en su día) se inclina por un origen místico de la licantropía. Un original y muy sugerente nacimiento de la leyenda que no será transmitida por una mordedura sino que se arrastrará como maldición fruto de la depravación y perversidad de un sistema social aberrante.
La mayoría de los aciertos se concentran en una primera parte espléndida, inmersa en un ambiente abiertamente romántico de “rimas y leyendas”: un desprevenido mendigo acaba en la boda del señor del lugar. Tras burlarse de él, lo confinará a las mazmorras de su castillo donde se verá reducido a la animalidad con el paso de los años. Allí una hermosa sirvienta muda será entregada al desdichado como castigo por rechazar al ya anciano cacique, y de la unión nacerá un niño condenado. Una bella voz over y un estilo suntuoso que potencia el encantamiento del misterio, combinadas por Fisher con una mirada despiadada sobre la perversidad de la nobleza que la hermana con el magnífico prólogo de la translación del El perro de Baskerville que dirigiera en 1959 o incluso con otra realización coetánea, el simpático combinado de espadachines y escalofrío Los caballeros de infierno, producido por el duo dinámico del horror british más desprejuiciado, Monty Berman y Robert S.
Baker.Por desgracia la película va apagándose. Debatiéndose entre fogonazos de inspiración estética (la gárgola reflejada en la pila bautismal, la bala forjada con un crucifijo bendecido, el protagonista de niño luchando contra los ataques, la transformación en la carcel ya adulto, etc…) y una historia de amor tirando a ramplona que no interesa en ningún momento. Al contrario que en el caso de Las dos caras del Doctor Jekyll, donde la desgana es patente y los diálogos pastosos no permiten a Fisher su ágil manejo del espacio convirtiendo las escenas en
largas y discursivas, aquí ocurre algo más extraño: todo parece estar en el orden correcto pero algo falla, los elementos está desequilibrados, el tono amoroso lastra demasiado el bloque central, dejando el principio en un recuerdo y el final en algo precipitado, lo que quizás deba ser achacado en parte al propio director, incapaz en esta ocasión de transcender las debilidades (exceptuando el detalle de la presencia constante de los barrotes, una solución de puesta en escena que simboliza visualmente la maldición y la imposibilidad de escapar de ella) , y en parte al guión del, por otra parte, fundamental Anthony Hinds, libretista (y productor) básico para el lanzamiento de toda una nueva forma de entender el horror como fue la que propuso la Hammer.Lo más memorable es sin duda alguna la gran interpretación del intenso y habitualmente exaltado Oliver Reed (en cambio Catherine Feller resulta nefasta como su enamorada) mirando obsesivamente la luna llena (y la cámara encuadrando igual de obsesivamente sus ojos) y su caracterización como licántropo de pelo blanco, la encantadora presencia de Yvonne Romain como víctima inocente que alumbrará al maldito y la brillante banda sonora de Benjamin Frankel. Detalles unidos a la habitual fluidez narrativa y a la elegancia visual del enorme Terence Fisher, que siguen estando presentes incluso cuando tropieza, aunque aparezcan de manera más intermitente.