Revista Cultura y Ocio
The man whose teeth were all exactly alike, por Philip K. Dick
Publicado el 21 octubre 2012 por David Pérez Vega @DavidPerezVegEditorial Tor. 304 páginas. Escrito en 1960, 1ª edición de 1984, ésta de 2009.
Mi relación con Philip K. Dick
Si desde que empecé a escribir en el blog le debía a alguien una entrada, ese alguien era Philip K. Dick (Chicago, 1928-Santa Ana, 1982); un escritor que, más que mi favorito durante una época, constituyó uno de los más obsesionantes pilares de mi adolescencia; de mi formación como persona, posiblemente. Entre los 16 y los 19 años leí todos los libros de Dick que pude conseguir, y hoy en día tengo en mi biblioteca algunas ediciones inencontrables de él, que podrían ser la envidia de cualquiera de los seguidores –escasos pero devotos– de Dick en España. La historia de mi descubrimiento es sencilla: yo, de adolescente, rechazada la literatura realista; a los 12 años mi mundo era J. R. R. Tolkien, a los 14 Stephen King e Isaac Asimov, a los 16 H. P. Lovecraft y Philip K. Dick (a los dos los descubrí el mismo verano, el del 90). A Lovecraft llegué gracias a la solapa de un libro de Stephen King y a Dick gracias a Desafío total, una película protagonizada por Arnold Schwarzenegger, al que yo respetaba por aquel entonces (cuando las películas eran de los actores y no de los directores) por su versátil interpretación en Terminator.
Veraneaba en Collado Mediano, un pueblo de la sierra madrileña, y los sábados, los amigos de los veranos y yo, solíamos acercarnos (en el Seat 600 del padre de uno de estos amigos que ya había cumplido los 18) al cine de Villalba. Me gustaron las ideas de Desafío total, aquellos planteamientos sobre si la realidad era cierta, un sueño o un recuerdo implantado. Salí feliz del cine. Por entonces una película como aquella podía colmar todas mis expectativas (aún desconocía conceptos como la verosimilitud narrativa, la psicología plana de los personajes…, yo era un cinéfilo y un lector salvaje). Me dio rabia, al salir de la sala, recordar que al principio de la película había aparecido en la pantalla una nota que decía algo así como Basado en un cuento de XXXX. Aquellos eran los tiempos crueles, impensables ahora, anteriores a Internet: esa noche pensé que si no había podido retener el nombre del escritor ya lo había perdido para siempre. Pero tuve suerte: al día siguiente, en el periódico, toda una página hablaba de Philip K. Dick. Aún tengo guardada esa página de periódico, está en la casa de mis padres en una carpeta. Pero después de 22 veranos –cómo sorprende a veces el poder de los primeros amores– aún recuerdo algunas frases de aquel artículo: “Escribía sus novelas en quince días a base de anfetaminas y aseguraba tener contactos sobrenaturales”. Recorté la noticia y la bajé a la piscina para enseñársela a mis amigos. Ninguno de ellos entendía mi entusiasmo, no sabían cuál era el tesoro que yo pensaba haber descubierto. Al volver en septiembre a Móstoles, una de las primeras cosas que hice fue ir a la biblioteca pública para ver si tenían algún libro de Philip K. Dick. Volví a tener suerte. Leí Ubik y fue como si me diesen con un martillo en la cabeza (estoy parafraseando a Roberto Bolaño, luego explico por qué), todos aquellos planos sobre lo real, lo soñado, lo percibido; la angustia del existir, en definitiva… Y leí todo lo que encontré: Sivainvi, El doctor Moneda Sangrienta, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Tiempo desarticulado, Ojo en el cielo… Y en lo que respecta a los amigos mi fortuna no fue mayor en Móstoles que en Collado Mediano. Al principio pude convencer a David Antón (el responsable de que empezara con Isaac Asimov y Stephen King; el responsable en realidad de que dejase los tebeos por las novelas) de que leyera Ubik, pero no le entusiasmó y no siguió. Años más tarde, con unos 24 (cuando yo ya estaba profundamente aquejado de la fiebre realista), Antón me acabó pidiendo todos mis libros de Dick. Le terminaría cogiendo el gusto, pero entonces, a los 16, yo estaba solo. Era un adolescente con grandes pasiones y nadie con quien compartirlas. Aunque como dice George Orwell: no importa que seas una minoría de uno si tienes razón. Y yo no sé si tenía razón pero tenía mi razón, que al fin y al cabo es posiblemente lo único que importa cuando uno es un adolescente de suburbio con unas gafas horribles y que pasa más tiempo en la biblioteca pública o solo en su habitación que en el parque. Llegué a escribir una carta a una asociación de fans de Dick con sede en California para pedirles información (la dirección estaba al final de un libro de la colección Nebulae, creo). Me enviaron un catálogo con fotocopias sobre diversos asuntos relacionados con Dick. Volví a escribirles, pagando el precio requerido en sellos (que iban dentro de la carta), y me enviaron a casa unas fotocopias en inglés sobre Dick, que deben estar en el armario de mi antigua habitación en la casa de mis padres. Para que después tenga que oír hablar a los jóvenes escritores modernitos sobre sus impostados años de freak adolescente.
Luego, a los 19 años, al descubrir a Charles Bukowski dejé de leer terror y ciencia ficción y me inicié en la literatura realista; de forma radical, abandoné los géneros con los que crecí. Pero unos 15 años después ocurrió algo: al leer Entre paréntesis y un libro de entrevistas a Roberto Bolaño, éste hablaba sin tapujos de su admiración (compartida con Rodrigo Fresán) por Dick; de quién leyó –creo que también a los 16 años– Ubik, y escribía sobre esta experiencia lo que he parafraseado en el párrafo anterior. Y me dije: quizás Dick no era sólo un escritor pulp, tal vez mi primera intuición adolescente –intuición de lector salvaje– sobre que Philip K. Dick era un genio, fuese cierta. Y así en 2007 inicié un revival noventero y compré sus novelas que no había leído y que estaba editando Gigamesh (una) y Minotauro (bastantes), con el miedo inicial de quedar decepcionado, que se hubiera perdido la magia y esto modificase el grato recuerdo que tenía. Pero no ocurrió: toda la magia del primer amor seguía allí, intacta. Mi primera intuición de lector salvaje era cierta: Philip K. Dick estaba a años luz del resto de escritores de ciencia ficción, Philip K. Dick era un genio. Leí ya con 33 años Los tres estigmas de Palmer Eldritch y me golpeó con su martillo la cabeza casi con la misma intensidad que Ubik a los 16. Durante más de una semana, después de acabar el libro, sentí que me había quedado atrapado en sus páginas paranoicas, asfixiantes. Y leí también, entre unos cuantos más, El hombre en el castillo, el premio Hugo de 1963, título con el que me he encontrado en alguna lista de las 100 mejores novelas norteamericanas del siglo XX (sin géneros, a nivel absoluto).
En las páginas 183 y 184 de Entre paréntesis Bolaño dice cosas sobre Dick como éstas: “Dick es uno de los diez mejores escritores del siglo XX en Estados Unidos, que no es decir poco”. “El acoplamiento entre lo que cuenta y la estructura de lo contado, es más brillante que algunos experimentos sobre el mismo fenómeno debidos a las plumas de Pynchon o Delillo”. “Dick escribió Dr. Bloodmoney, que es una obra maestra”.
En el libro de entrevistas Bolaño por sí mismo, que publicó en Chile la editorial Universidad Diego Portales, Bolaño afirma sobre Dick: “Es uno de los grandes escritores del siglo veinte”. “Sus cuentos, por otra parte, son increíblemente buenos”. “Dick va camino de ser un clásico y una de las características de un clásico es ir mucho más allá de la buena escritura, que no es otra cosa que una cierta corrección gramatical”.
He encontrado en Internet un artículo de Rodrigo Fresán en el que comparaba las obras de Dick Una mirada a la oscuridad y Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, con Malcolm Lowry y Louis Ferdinand Céline. Según Fresán, en Japón o Francia a Dick le consideran a la altura de Kafka o Joyce.
El reputado escritor de ciencia ficción polaco Stanislaw Lem escribió un artículo sobre la ciencia ficción norteamericana y concluyó: no vale nada, excepto Philip K. Dick. Y esto a pesar de que Lem hace hincapié en el mal gusto de Dick, en su estilo palurdo y en sus tramas descosidas. Dice Lem que la distancia entre Dick y sus colegas es la que hay entre Crimen y castigo de Dostoievski y el resto de autores de novelas policiacas. Y destaca sobre todo Ubik. (Por otra parte, Dick piensa que Lem no existe, y que es una trampa de la KGB para atraerlo al bloque soviético y apresarlo).
La vida de Philip K. Dick (Si a alguien le interesa le recomiendo la biografía escrita por el francés Emmanuel Carrère, titulada Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos). Dick, que nunca consiguió un título universitario, admiraba a escritores como James Joyce o Thomas Mann; soñaba con ser un valorado escritor de literatura culta, y dedicado a este esfuerzo escribió once novelas realistas que los editores de la época rechazaron sin paliativos una detrás de otra. Mientras tanto escribía relatos de ciencia ficción para revistas pulp, que para él simplemente constituían una forma de ganarse la vida. Cuando desde alguna de las casas en las que vivió en el entorno de la Bahía de San Francisco se desplazaba a la ciudad para escuchar poesía en los locales beatniks de los años 50, tenía que soportar las burlas de cualquier oscuro y olvidado poeta beat cuando decía que él era un escritor de ciencia ficción publicado en revistas pulp.
Dick sólo vio publicada una de sus novelas realistas, la titulada Confesiones de un artista de mierda, en 1975, amparado por el creciente éxito que estaban alcanzando sus novelas de ciencia ficción, sobre todo en Europa. Novela que leí hace ya mucho porque aquí la tradujo la editorial Valdemar, y que no estaba mal, pero no a la altura de sus grandes novelas de ciencia ficción.
Dick vive casi siempre en la pobreza y malvive de sus relatos y novelas de ciencia ficción. Abusa de las drogas, y cree tener contactos sobrenaturales, experiencias que relata en libros como Valis o Radio Libre Albemut. Dick cree que la realidad de los años 1970 en California no existe y que él es un cristiano primitivo que sufre persecuciones en la Roma del año 70. Esto lo percibe en sueños y la realidad californiana (una realidad falsa) le va dejando pistas que confirman sus sospechas. Dick es un esquizofrénico y un paranoico. Dick escribió Valis y es un genio (esto creo que ya lo escribí).
El hombre que tenía todos los dientes exactamente iguales Compré esta novela el verano pasado en Boston (junto con algún otro libro en inglés que aún no he leído), convencido de que iba a poder leerla con normalidad durante el siguiente curso académico. Y me dio pena percatarme este nuevo verano, otra vez en Estados Unidos, de que ya había pasado todo un año y no había leído este libro. Así que al volver de San Francisco, la primera noche, al no poder dormir debido al jet lag salí de la cama a las 4 de la mañana de un sábado y me puse a leer esta novela con un diccionario hasta las 7, hora a la que imprudentemente me volví a meter en la cama. Esta novela quedará unida en mi mente para siempre (como una alteración de la realidad madrileña, que posiblemente no existe) a la confusión mental que supuso una semana de jet lag; sólo al viernes siguiente pude dormir con normalidad.
El hombre que tenía todos los dientes exactamente iguales es la última (y su favorita) de las 11 novelas realistas que escribió Dick; esto ocurrió en el invierno de 1960. Después de tomar esta decisión, sintiéndose un absoluto fracasado, escribió El hombre en el castillo, publicada en 1962; e igual que Cervantes murió pensando que El Quijote era sólo una novela de entretenimiento, Dick vivió pensando que esta novela, El hombre en el castillo, una de las obras maestras del siglo XX, sólo era una novela más de entretenimiento.
Leer en inglés con un diccionario, en el que buscaba todas las palabras que no sabía, me resultaba agotador, perdía el ritmo narrativo y la lectura se transformaba en un ejercicio de inglés. Dejé de usar el diccionario, y a pesar de no entender alguna palabra captaba el significado general (la prosa de Dick no es muy complicada, en todo caso).
La acción de El hombre que tenía todos los dientes exactamente iguales se sitúa en el condado de Marin, al norte de San Francisco, en el pequeño e inventado pueblo de Carquinez. El año es 1960. (Me encantaba reconocer las calles de San Francisco citadas en la novela). Leo Runcible es un judío de la metrópoli, que trabaja como promotor inmobiliario en Carquinez. Walter Dombrosio es su vecino, que trabaja en San Francisco. Entre ellos se produce el siguiente conflicto: Dombrosio invita a cenar a su casa a su mecánico de la ciudad, un hombre negro. Esa misma noche Runcible ha invitado a un matrimonio amigo, al que puede llegar a vender una cara propiedad. Los amigos llegan a la casa de Runcible y le preguntan si hay algún negro en el pueblo, hecho que devalúa (bajo su punto de vista) el valor de la propiedad inmobiliaria que Runcible quiere venderles. Runcible les acusa de racistas y los echa de su casa, para acto seguido telefonear a Dombrosio y hacerle saber que su egoísmo e imprudencia le han hecho perder unos miles de dólares. Dombrosio, sintiéndose culpable, bebe, días después, en un bar del pueblo. De vuelta a casa, borracho, se sale de la carretera y Runcible avisa a la policía. A Dombrosio le retiran el carnet de conducir durante 6 meses (Dombrosio no sabe aún que Runcible ha sido el delator). Como consecuencia, su mujer ha de conducir el coche de Dombrosio y acercarle a la ciudad. La mujer de Dombrosio se plantea conseguir un trabajo en la misma empresa que su marido. El brutal machismo de Dombrosio se dispara: su mujer intenta ser el hombre de la relación y anularle.
El estilo es el de todas las novelas de Dick: una narración en tercera persona, que cede la voz narrativa a la primera persona de los distintos personajes mediante el recurso de expresiones como pensó, consideró…
Este libro describe el ambiente de los años 60 en Estados Unidos, la insatisfacción de la clase media, como Richard Yates pudo hacerlo en su novela Vía Revolucionaria (1961). En la página 142 leemos (la funcional traducción es mía): “Lo que ha ocurrido, ella decidió, es que la completa estructura de la familia se ha roto desde la Segunda Guerra Mundial. En la Segunda Guerra Mundial las mujeres empezaron a soldar en las plantas de guerra. Como hombres. Y los comunistas han hecho lo mismo igual que en la guerra (…). ¿No podría yo permanecer en casa y hacer mi trabajo, que es tener un niño? Ese es el trabajo de una mujer. No trabajar codo con codo en una fábrica, como esas mujeres campesinas rusas, llamando a todo el mundo camarada. Ese no es el modo de vida americano. En estos días esos Dombrosio son comunistas, pensó. Ese negro que los ha visitado; consideró. Los matrimonios interraciales son una parte del programa comunista para América”.
Me percato de algo que quizás sea lo que podía echar atrás a los editores para publicar esta novela: Dick percibe este libro como una narración realista, pero el lector la percibe como una narración expresionista. Las relaciones causa-efecto entre los personajes contienen un punto de exageración o de absurdo similar al de las relaciones que se establecen en la novela El desaparecido de Kafka. Los personajes, perdidos y con un fuerte sentimiento de culpabilidad, se tiran sillas a la cabeza y a continuación se abrazan y se recuerdan lo mucho que se quieren.
Pero hay más: unido al agobiante drama que se cuece entre las dos parejas de vecinos, los Rucible y los Dombrosio (y entre los dos miembros de cada pareja), existe una subtrama de intriga. En el jardín de Runcible, éste encuentra el cráneo de un hombre (que podría ser un neandertal, algo nunca hallado en América), y que conduce a descubrir un extraño secreto del condado de Marin.
El conjunto posee un extraño encanto: una novela realista sobre los años 60 en Norteamérica, que tiene componentes expresionistas, y que deriva en una novela de intriga de especulación científica. Es cierto que cuando Dick escribe tramas de ciencia ficción, con sus desdoblamientos de la realidad, se vuelve mucho más intenso y poético, pero no es desdeñable una novela como El hombre que tenía todos sus dientes exactamente igual, y en todo caso la fuerte convicción con que está escrita se impone a todos sus fallos.
En 2007 una editorial llamada Bibliópolis (creo que ya no existe) anunció que iba a traducir y publicar las novelas realistas de Dick. El proyecto nunca se llevó a cabo. A día de hoy tan sólo la editorial Minotauro apuesta por Dick y sigue reeditando sus reveladoras novelas de ciencia ficción en unas ediciones muy bonitas. (Me falta leer los volúmenes de los Cuentos completos). No entiendo por qué las nuevas editoriales españolas, esas a las que les cuesta tanto leer un manuscrito de un autor vivo español, esas que no paran de escarbar en la tradición anglosajona en busca de alguna supuesta gran novela olvidada, no se han fijado en la obra realista de Dick. Al final me voy a coger fama en el sector, porque realmente les escribo a los editores para hablarles de estas cosas y ellos –claro– no me hacen caso, pero estoy convencido de que editar en España (con una portada un poco naif y un poco posmoderna) un libro tan bizarro como El hombre que tenía todos los dientes exactamente iguales podría ser algo insuperablemente cool.