Me ha faltado tiempo para echar a la petaca del iPod los últimos tragos de Drive-by Truckers: The Big To-do. Palabras mayores, amigos.
(Nota al margen.- Hablando de petacas: lo que empezó como una broma se está convirtiendo en una pequeña colección. En la tienda de HBO de Nueva York me compré hace un año una petaca con el logo de Deadwood, la serie-western, grabado. Hace unos meses me agencié otra petaca más serie, cortesía de Jim Beam -espero que no sea un premio por gran consumidor-, y el otro día descubrimos en la placita de Santa Cruz una tienda de productos rusos en la que no pude resistirme a comprar una petaca con la efigie de Lenin y el escudo de los zares. Todo junto y en rojo, a mogollón. Puedo considerar ya oficialmente que este es el comienzo de una hermosa colección, y las acepto como obsequio si en sus viajes o andanzas encuentran algunas curiosas, divertidas, exóticas o estrambóticas)
Drive-by Truckers son una de las mejores cosas que le han pasado al rock en la última década. NQ Arbukle dice en una bellísima canción cantada con su amiga Carolyn Mark y titulada Officer Down: “It’s hard to be a good man listening to the Drive-by Truckers”. Es jodido ser un buen hombre escuchando a los Drive-by Truckers. Buen hombre no en el sentido moral, sino en el sentido convencional, de vida ordenada, calma, constreñida. De hecho, Officer Down habla de dos nómadas, de borrachos que se arrastran de motel en motel. O de parejas aburridas, demasiado abúlicas hasta para odiarse, que sueñan con caer borrachas de motel en motel.
Patterson Hood, alma y cuerpo de Drive-by Truckers, tiene el espíritu de los viejos músicos vagabundos. Es el último beat, el último hipster: un homeless intelectual (o mejor, un beggar, como se dice en el inglés de Inglaterra, que tiene una connotación más bohemia y menos social).
Cuando Patterson Hood empezó a despuntar en esto de la música, su rollo estaba muy desprestigiado. Y sigue estándolo, en cierta forma. Su reivindicación del rock sureño, y muy en especial de los Lynyrd Skynyrd, no caía bien en los círculos urbanos donde triunfaba el pop ñoño y lánguido. Los Skynyrd eran rednecks desaliñados, tíos ignorantes nietos del Ku Klux Klan y votantes de Bush junior. Hasta que la corriente de la americana no empezó a dominar el mercado indie, Hood no encontró un público receptivo interesado en su reinvención del paisaje sonoro del Deep South.
Su rollo es complejo, y a la vez, más simple que un zapato: coge la potencia del rock más bronco y peleón que vieron los billares de los pueblos de las marismas y lo recompone al gusto con elementos tradicionales y con hallazgos instrumentales rescatados de los desvanes de la guerra de secesión. Investiga y crea al mismo tiempo, hurgando en esas casonas ruinosas que salían en Lo que el viento se llevó y que hoy están pobladas por white trash. Sin hacerle ascos, por supuesto, a la herencia negra. Su inspiración -y los músicos que recluta- está en los campos de Georgia y Alabama, y su público, en las ciudades de la costa este y de Europa.
El resultado es un rock sólido, compacto, honesto, duro y sucio, que entra hasta el oído interno sin pedir permiso a la oreja. Pero también algo sutil, sofisticado, etéreo, gracias sobre todo a unas letras complejas que a veces parecen cuentos fantásticos. La canción que abre su último disco se titula Daddy Learned To Fly, y empieza: “Daddy’s gone away / and no one can tell me why. / Mamma’s been so sad / since daddy learned to fly”.
El cierre es brutal y toda una declaración de intenciones, una bofetada para modernos y relamidos fashion-victims del pop: una versión salvaje y furiosa del Strutter de Kiss. Disfrútenla en versión original, con todo el maquillaje y la horterada sin complejos: