Qué podemos hacer cuándo los recuerdos se enfrentan al tiempo: nada, concluimos, porque la pérdida, entonces, se muestra infinita e inexpugnable cual Everest anímico, y no nos queda más herramienta para salvarlo que los recuerdos y las sensaciones que éstos son capaces de transmitirnos. La selección que nuestra memoria hace de aquellos pequeños detalles que, a priori carecen de importancia, y que sin embargo son imprescindibles para entender nuestra vida, se precipitan sobre nosotros cuando iniciamos ese terrible y tenebroso viaje sobre nuestro pasado. Su evocación... la evocación, como arma poética sobre la que reivindicar nuestra más íntima existencia, se muestra torpe y egoísta a la vez, porque nos lanza sobre nuestras miserias cargadas de tristeza. Thomas Wolfe borda ese poder
intrínseco que posee la ensoñación de la mente humana, y lo hace en un lazo
íntimo que te sobrecoge el corazón, el alma y las entrañas a la vez, con un
aroma literario muy parecido al que Harper Lee consiguió en Matar a un ruiseñor o Truman
Capote logró en Otras voces, otros
ámbitos. En cada una de estas novelas, la atmósfera que nos crean los
escritores es como un guía que nos lleva por encima de las palabras que éstos escriben,
es, el escritor omnisciente que todo lo ve y que nos sitúa en el territorio de
los auténticos sentimientos, pues los despoja de cualquier aditamento que no sea
su propia esencia. El niño perdido es una novela corta, o nouvelle si se quiere, que se comporta como una perfecta máquina de
relojería que nos mueve las manecillas del pulso de las entrañas, y no sólo
eso, sino que las para a s u antojo y nos destruye a cada frase, a cada
párrafo, pues nos hace releer una y otra vez las palabras que, tocadas por la
varita mágica de la genialidad, nos atrapan de tal modo que no nos dejan
avanzar: "el modo en que las cosas resultan
no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean..." Y así avanza El niño perdido, que es buscado por su
madre y sus hermanos y que, sin embargo, no son capaces de encontrar, porque a
ellos les ocurre lo mismo que a nosotros, no saben y no sabemos ¿adónde se ha
ido el tiempo?, salvo cuando somos capaces de atrapar la evocación de la vida
soñada a través de los recuerdos: "y
de nuevo, de nuevo, volví a la calle para hallar el lugar donde las dos
esquinas se tocaban y me volví para ver adónde se había ido el Tiempo. Y todo
era allí como siempre había sido. Y ya no quedaba nada ni nada volvería nunca. Y
todo seguía siendo igual, como si no hubiera cambiado desde entonces, sólo que
todo se había perdido y había sido recobrado y capturado para siempre. Y así al
haber encontrado todo, supe que lo había perdido".
El ritmo poético de la narrativa
de Thomas
Wolfe, nos atrapa desde la primera frase: "La luz vino y se fue y vino de nuevo". Una frase que en
sí misma destila uno y mil significados diferentes, todos ellos evocadores de
aquello que nuestra caprichosa mente nos quiera mostrar en cada momento. La
vida se compone de instantes, nos dicen a veces, y de recuerdos que intentan
atrapar el tiempo de una forma imposible, podríamos añadir. Ese imposible, que
es, resucitar una vida, recorre toda la novela, y lo hace a lo largo de cuatro
voces distintas que dividen las cuatro partes de El niño perdido, a cada cual
más profunda e hiriente con el poder de los recuerdos. Sin embargo, nuestro yo
literario navega por cada una de ellas tranquilo y sereno, y sobre todo seguro,
porque sabe que llegará a un buen puerto, pues ese es el destino final de la
novela: el del reencuentro con la gran literatura. Dicen que cada libro tiene
su propia historia, y en mi caso, respecto de El niño perdido de Thomas
Wolfe la tiene, porque quizá, el caprichoso azar, hizo que este año
fuese a la Feria del libro de Madrid un día de diario; una elección que tiene
la ventaja que se puede charlar y conversar con editores, libreros y algún
escritor sin mirar la manecillas del reloj, sólo con el único afán de compartir
el amor a la literatura y a los libros. De ese encontronazo casual surgió el
conocimiento de Julián Rodríguez y Paca Flores (editores de Periférica),
y de esa pasión por la palabra pasamos de un libro a otro a través de las
magníficas explicaciones de Julián, que acabó regalándonos El
niño perdido; un obsequio que nunca podrá ser recompensado por el valor
literario que tiene en sí mismo y por esa sensación de descubrimiento que rara
vez experimentamos, pero que a buen seguro, me hará leer muchos más libros de
la editorial, pues el gusto a la hora de la elección de los autores y sus obras
es incuestionable. Más allá de los best sellers
y la literatura del entretenimiento, existe algo más, la literatura con mayúsculas
que, gracias a la Editorial Periférica, entre otros podemos seguir disfrutando.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.