Hay mucho vacío en esa soledad que no encuentra ni respuestas ni salidas a todas las preguntas que somos capaces de formularnos, sobre todo, en nuestra juventud, cuando todavía no entendemos cómo funciona el mundo. Sin embargo, esa desdicha del explorador insatisfecho, nos llevará a terrenos que nunca imaginamos y mucho menos que seríamos capaces de vivir. De ahí, que la duda que nos corroe como el más agresivo de los óxidos, sea la mejor compañera de viaje a la hora de reivindicar la lírica confusión de los anhelos juveniles que no entienden más que de grandes ideales teñidos de libertad. Quizá, la mayor abstracción a la que se enfrenta el ser humano a lo largo de su vida, sea la de encontrar esa puerta a la que nos alude Thomas Wolfe en esta nouvelle sobre el sentimiento de soledad de un joven que necesita de respuestas más allá de las obvias pretensiones de aquellos que le rodean. Esa búsqueda de uno mismo, de las certezas que de cuando en cuando necesitamos para seguir avanzando, y de esa última e innata necesidad de recapitularnos con nuestro aciago destino, desembocan en la narrativa de Thomas Wolfe en un torrente descriptivo sin límites; un torrente descriptivo que nos arrasa y enamora a partes iguales. Poético, intenso, arrollador y, por encima de cualquier otro adjetivo, evocador, el estadounidense es capaz de hacernos sentir uno más en ese viaje en solitario a lo largo de la espesura de un hombre y de un país y que, a medida que avanza, demarca el devenir de nuestros días en un simpar juego de choque de trenes: realidad frente a deseo y, donde la arrebatadora fuerza narrativa del autor, deambula por sí misma a lo largo y ancho de la cultura estadounidense en la década de los años veinte e inicio de los treinta. Mientras Scott Fitzgerald secaba todas las botellas de champán en la metaliteraria era del jazz (hasta el crack del 29), y lo hacía sumergido en el mayor de los éxitos, Wolfe deambulaba perdido por la inmensidad de un país que, en su fuero interno, estaba condenado a revisitar los lugares más oscuros. Sólo hace falta leer ese párrafo final que cierra dos de los cuatro capítulos de este viaje a lo largo de la noche y de la vida, para darnos cuenta de la hondura y de las últimas intenciones de este joven escritor que el destino quiso que muriera de tuberculosis con apenas 38 años, y sin haber explorado su verdadero potencial como escritor: «Aquél fue un momento de los tiempos oscuros, aquél fue uno de los rostros oscuros en un extraño tiempo hecho de un millón de rostros oscuros. Y éste que viene es otro».
No obstante, Una puerta que nunca encontréno sólo se detiene en la oquedad de una nación, sino que también es capaz de revisitar a ese niño perdido, que tan señalados nos dejó tanto como escritores como lectores. Esa pequeña obra maestra y, la sombra de la pérdida del hermano, es una de esas puertas que nunca se acaban encontrando, quizá, porque la muerte nunca tenga una escapatoria satisfactoria cuando quien se va es una persona amada. Al igual que ya nos ocurrió con Especulación, aquí también caemos en esa trampa lúcida de estilo narrativo al que Wolfe nos transporta, pues es muy difícil bajarse de ese tren que nunca se para y que siempre va en busca del horizonte; un horizonte al que, sin embargo, nunca somos capaces de acercarnos por más que lo intentemos, en una nueva metáfora de la búsqueda de lo imposible que sigue manteniéndonos vivos, quizá, porque la puerta del título de esta nouvelle, sea una metáfora de la búsqueda de la libertad y del encuentro del camino adecuado.
Ángel Silvelo Gabriel