Con el transcurso de los días, el ajetreo diario, las carreras de trabajo y obligaciones cotidianas nuestra mente no encuentra momentos de paz. No podemos disfrutar de un momento de silencio y terminamos acumulando todos los sentimientos. Buenos o malos, gratos o tristes. La acumulación de sentimientos, la toma de decisiones y el análisis profundo de nuestras propias acciones se siguen apilando unos sobre otros en un rincón pequeño y apretado de nuestra mente.
Finalmente, nos da un ataque de ira, una crisis de llanto o un arrebato inexplicable de euforia. Y luego decimos o pensamos que no sabemos porque sucedió. Pestañamos varias veces para entrar en el frenesí cotidiano y seguimos adelante sin detenernos a pensar. Es justo ese momento en el que debemos darnos cuenta que necesitamos sanar.
Sanar heridas, raspones, golpes. Que necesitamos exfoliar nuestra alma con risas y reflexiones. Que necesitamos desinfectar el corazón y arrancar las curitas que han tratado de ocultar aquello que nos duele, que nos afecta, que nos consume.
Dios, en su inmenso amor y sabiduría nos permite momentos de silencio, momentos de tranquilidad y paz. Nos da la oportunidad de liberarnos de las alarmas del reloj, de las obligaciones del trabajo y de el corre y corre cotidiano. A veces escuchamos: “dedicar tiempo a Dios”, la realidad es que dedicamos tiempo a nosotros. Tenemos un momento de internalizar en nuestro corazón y hablar con la Divinidad que habita en nosotros.
Ese momento es el justo y preciso para conectarnos, para regenerarnos, pero sobretodo para SANARNOS. Perdonándonos a nosotros mismos, mirando en nuestro interior y rectificando todo lo que no hemos hecho bien. Es tiempo de sanar, es tiempo de ser mejores seres humanos, nuevos seres humanos. Es tiempo de disfrutar de la Divinidad interna y de revestirnos de gracia para seguir adelante.