Resulta difícil de imaginar hoy, en una época en la que la literatura ha quedado sepultada bajo el peso de la televisión y de la prensa ligera, a qué extremo pudo llegar la popularidad de un escritor como Charles Dickens en la sociedad de la era victoriana. Es célebre a este respecto la anécdota sobre ciertos obreros americanos quienes, aguardando en el puerto la nueva entrega de sus obras, sin poder esperar el desembarque, preguntaban impacientes a los marineros si había muerto o no finalmente la pequeña Nelly. Esta pintoresca historia, algo exagerada desde luego, ilustra sin embargo de forma muy clara el importante papel que desempeñó en la sociedad decimonónica la novela de folletón, un auténtico fenómeno social del cual difícilmente podríamos encontrar un paralelo actual. En efecto, el gran triunfo del género novelesco, que debemos sin duda, como sabemos bien, al S.XIX, no hubiera sido posible sin el folletín, que permitió acceder a la literatura a un amplio contingente social cuya condición económica le impedía la adquisición de libros. Obreros, burgueses, aristócratas, campesinos, todos ellos, olvidando momentáneamente sus diferencias, coincidían como un público único a las sentimentales historias que Dickens les ofrecía.
A riesgo de simplificar en exceso sus méritos, podemos personificar perfectamente en Dickens el prototipo de autor de folletines. Su aclamado éxito, una fama pocas veces alcanzada por otro escritor inglés, a excepción quizás de Shakespeare, se debió sin ninguna duda al hecho de saberse acomodar, sin perder por ello calidad, a las numerosas exigencias del público y a las particularidades de este nuevo género literario. Lo cierto es que, ante todo, Dickens se complacía brindando al lector lo que éste deseaba; algo que, por otro lado, la publicación por entregas facilitaba notablemente, permitiendo construir la historia en función de las reacciones del público. Admirado y querido por el pueblo, Charles Dickens, autor entregado a él en todos los sentidos, llegó a convertirse así en poco menos que en un héroe nacional.
No es extraño por tanto, teniendo en cuenta lo dicho, que la obra de Dickens presente algunos de los rasgos más comunes de la novela de folletines, como son las increíbles coincidencias narrativas, un cierto moralismo burgués o ese excesivo sentimentalismo que algunos de sus mejores lectores le reprocharon. Del mismo modo, también es frecuente en él una clara preocupación por lo social, algo que, en una época en la que Europa entraba, con pie firme, en un proceso de industrialización y de significativos cambios sociales, resultaba una auténtica insignia del pensamiento que se acercaba. En cualquier caso, estas singularidades de la obra de Dickens no deben sorprendernos si reseguimos su accidentada biografía, desde su ardua infancia como niño pobre obligado a trabajar en una fábrica de betún para calzados, hasta su madurez como aclamado y triunfante escritor de apenas treinta años cuyos relatos eran seguidos por lectores de todo el mundo.
Tiempos difíciles ha sido a menudo presentada como la más social de las obras de Dickens, dado que en ella se retrata más que en ninguna otra la vida proletaria y las relaciones de obreros y patronos. De hecho, tal afirmación es cierta solo en parte, puesto que, aun cuando es verdad que trabajadores y movimientos sindicales ocupan un lugar importante en la obra, también lo es que dicho tema no resulta tan fundamental como se ha querido ver, sino que recibe, al contrario, un tratamiento tan oblicuo como epidérmico. El problema social aparece en la trama, indudablemente, como un foco de contraste, pero su trascendencia no pasa de ser secundaria.
El verdadero objeto de Tiempos difíciles, su eje narrativo, no es otro, en realidad, que la crítica al pensamiento utilitarista que tanto preocupaba a Dickens, la educación basada en criterios positivistas y en el mero conocimiento estadístico, cuya semilla llevará a los diversos personajes de la novela, por diferentes caminos, a la desgracia. «Lo que yo quiero son Hechos. A estos chicos y chicas no hay que enseñarles nada más que Hechos. Lo único necesario en la vida son Hechos», comenzará diciendo, lapidaria y contundentemente, Thomas Gradgrind, el severo y «eminentemente práctico» profesor de la ciudad industrial de Coketown, «un hombre de realidades» cuyo máximo ideal educativo es el frío y vacío conocimiento que puede ser expresado por ecuaciones.
La eficiente y muerta inteligencia de Mr. Gradgrind es la imagen perfecta de la ficticia ciudad de Coketown, un lugar sin vida pensado como un desolador centro de producción ideal, donde nada diferencia la iglesia del ayuntamiento o del banco: edificios rectangulares de ladrillos que serían rojos si no los recubriera la suciedad. Es la vida sin ornamentos, sin accidentes, tan perfecta que podría ser contenida en una fórmula.
En medio de este baldío escenario, Thomas Gradgrind, convencido de las virtudes de su sistema, criará rígidamente en él a sus hijos, sin hacer concesión alguna a la imaginación. Los resultados son previsibles: Louisa, en quien adivinamos el brote de un buen corazón ahogado en la cuna, madurará amargamente y consciente del vacío infecundo de su pecho, y acabará casándose sin amor, para su infelicidad, con el burgués Mr. Bounderby; su hermano Tom, en quien la fantasía fuera enterrada antes de nacer, se tornará un muchacho arrogante y egocéntrico, sin ningún respeto hacia las normas éticas más básicas.
Entorno a estos personajes, Dickens desplegará el variado abanico de creaturas que han de completar el cuadro, algunos de ellos realmente pintorescos: Mr. Bounderby es el repugnante gran empresario llegado a la cima más alta de la sociedad de Coketown desde la nada, «haciéndose a sí mismo», como gustará de repetir; Mrs. Sparsit, la aristócrata venida a menos y convertida en ama de llaves de Bounderby, a la vanidad cargante del cual opondrá la humildad desmesurada e hipócrita propia de una ilustre señora; James Harthouse, el cínico y desenfadado gentleman londinense, sin ideal alguno, será la carga que acabará de demoler el mundo frío y matemático que una educación utilitarista había empezado ya a resquebrajar.
Frente a esta comparsa de fantoches, Dickens nos acerca al lado más humano de Coketown a través de la clase obrera. Se trata de la tierna bondad de Rachael, mujer-ángel en quien Dickens vierte la compasión como un bálsamo para el mundo, y del miserable y desgraciado Stephen Blackpool, obrero en una fábrica de Bounderby a quien el amor puro de Rachael salvaguarda de la desdicha de su vida. Finalmente, otra de estas mujeres-ángel, tan frecuentes en Dickens, será la encargada de dulcificar el aritmético desierto de Coketown: se trata de Sissy Jupe, la niña abandonada por su padre, acróbata de circo, a quien Thomas Gradgrind, en un arrebato de bondad, decide criar como hija propia. Ante el mundo industrial y estadístico que representan la ciudad y sus habitantes, el circo se nos aparece como una especie de utopía imposible de bondad y humanidad, y Sissy Jupe, su embajadora en la vida real, como la única esperanza de caridad y cambio.
No siendo esta, ni de lejos, la más célebre novela de Dickens, Tiempos modernos es portadora sin embargo de ciertas virtudes que debemos reconocerle. En primer lugar, y a pesar de algunas irregularidades narrativas (características por otro lado, como decíamos, de la novela de folletín), debe ensalzarse a Dickens por su admirable destreza narrativa, propia desde luego de un gran escritor. Como en un telar, trenza Dickens los distintos hilos de su historia para darles, finalmente, el sentido de un auténtico fresco de la sociedad de su época.
Por otro lado, la desmesurada afectación de la que en ocasiones adolece Dickens (no tan acentuada aquí, cabe decir, como en algunas otras obras) queda compensada aquí por su notable habilidad para plasmar muy diversos tipos psicológicos, a menudo demasiado próximos, eso sí, al maniqueísmo. En cualquier caso, el arte de Dickens es realmente ejemplar cuando se propone explorar las ambigüedades de sus personajes más turbios, sea en el vacío de un alma a la que no se le ha permitido, a pesar de sus anhelos, llegar a su realización, como en el caso de Louisa, sea, como en Tom, en los desgarradores efectos de una educación sin lugar para la fantasía, o, en el caso de Harthouse, en el cinismo de quien, frente al vacío espiritual del mundo, se refugia en las formas.
Y, finalmente, la ironía: esa brillante ironía de Dickens, que nos hace sonreír sinceramente al leer sus libros, pero pensar también al mismo tiempo, no sin amargura, si el feliz optimismo que desbordan sus historias, ejemplo de la caridad cristiana en la que el autor creyó firmemente, no sería, en el fondo, el último refugio de una alma extremadamente sensible ante la crudeza de su tiempo.