Tres pisos no es tanto. Bueno; la verdad es que, con este calor, me da bastante pereza subir por la escalera. Pero el ascensor muestra uno de esos letreros que tanto proliferan por todas partes: Uso exclusivo y preferente para : y debajo hay una serie de figuras, ninguna de las cuales me corresponde. No camino con bastón ni llevo silla de ruedas o cochecito de bebé. Tampoco soy una mujer embarazada. Vaya: si no se viera la faldita podría haber argumentado que pensaba que podía usar el ascensor por mi prominente barriga. Pero no hay caso. Subo a pie, y me prometo a mí mismo por enésima vez la retahíla habitual: dejar la cerveza, no comer más fritos, ni pan, ni dulces, ni refrescos azucarados ni licores, hacer ejercicio, beber dos litros de agua al día, buscar novia, dormir un mínimo de horas al día, apuntarme a un gimnasio, ir al gimnasio, dejar que un monitor de stretching manosee mi espalda, sudar y después ducharme, comprar ropa de mi talla, y justo de mi talla. De todo eso me ha dado tiempo mientras he llegado a la tercera planta, y, mientras pensaba si tantos propósitos ya eran un motivo por sí solo para algunas de esas gotas que caían por mi mejilla hacia el suelo: chop, chop, chop, observé que, contra toda lógica, aquella planta parecía más oscura. Más triste, en el fondo.
-Nos tienen fritos con los recortes. Aquí han montado una especie de experiencia piloto y sólo se iluminan las estancias donde hay alguien presente. Y las bombillas: todas de bajo consumo, de esas que van dando luz progresivamente, pero que al principio son como lánguidas. Pero en fin, yo no debería quejarme de esta manera. ¿Le han dado un número en el mostrador de abajo?.
Le extendí el papelito: me lo había guardado en el bolsillo de atrás del pantalón, junto a una de las copias que llevaba, y le había dado tiempo para humedecerse y quedarse algo enganchado, con la cara impresa contra el otro papel. Se lo mostré a la mujer. Era una mujer algo entrada en carnes, pasada la cincuentena, con el pelo teñido de un color rubio inadecuado y los labios pintados con tal precisión y uniformidad que uno acababa convencido de que no hacía otra cosa que retocárselos. Llevaba una blusa de poliéster sin mangas: con un estampado horroroso, como una especie de hojas de árbol de color azul, distribuidas de manera tan industrialmente uniforme que cuando la vi alejarse con mi papel, hacia el fondo del pasillo, observé que parecía una trama. Llevaba unos pantalones grises completamente pasados de moda: demasiado altos de talle.
Antes, unos segundos antes, había dado una especie de respingo al ver el número en el papel: C-001.