Revista Cultura y Ocio
Algunas veces las imágenes lo dicen todo, casi siempre más que mil palabras, e indefectiblemente te lanzan a la cara las verdades más inmensas, y seguimos como si no pasara nada, como si fuésemos los protagonistas de una película hollywoodiense, esos que son rescatados en el último instante por el superhéroe de turno; sin darnos cuenta de que los importantes en estos casos no somos los protagonistas sino los miles de actores secundarios y de extras que a diario se ahogan en los camarotes de tercera y cuarta clase junto con las ratas, al lado de sus maletas viejas y descosidas, calmando el llanto de niños que no entienden lo que está pasando, pidiendo ayuda a una tripulación que nunca les ha tenido en cuenta y que sólo se ha preocupado por los turistas de primera clase, los banqueros, empresarios y ricos sin escrúpulos que han pagado un billete que les garantice que, en el caso de que el barco se hunda, ellos ocuparán las barcas de socorro.
Un barco que se estrella con un iceberg no es algo fortuito e impredecible, esos ricos ya sabían que navegaban por aguas peligrosas pero les daba igual porque siempre podrán comprar otros barcos y hacer otros viajes, mientras que los pobres de los camarotes inferiores sólo cuentan con este viaje y en él han tenido puestas todas sus esperanzas. La única diferencia entre esta metáfora y la realidad es que el capitán de la vida real no tiene los cojones de pegarse un tiro como haría cualquiera capitán con un mínimo de dignidad.