Por José A. García www.proyectoazucar.com.ar
Entre el cielo encapotado, las nubes plomizas, la pesada humedad del aire, los escasos ruidos amortiguados por la distancia, la comarca parecía más muerta que viva. Mucho más de lo que habitualmente lo estaba durante los largos y aburridos inviernos de la región. Tal vez lo estuviera desde la tarde misma en que la niebla comenzó a descender desde los cerros. Al principio esa niebla se confundió con las habituales nubes bajas, sólo que resultaban ser unas nubes tan densas y húmedas que ninguna brisa tenía la fuerza suficiente para moverlas, para desplazarlas, para permitir ver una vez más el sol.
―Me duelen los huesos, la niebla seguirá ―dije mirando por la ventana del salón.
―Es lo único que te he escuchado decir en los últimos meses ―respondió mi esposa concentrándose en el bordado del décimo quinto mantel de punto que le viera confeccionar desde que comenzara la niebla.
―¿Qué otra cosa quieres que diga?
Los libros se me habían agotado, era imposible trabajar la tierra con este clima, la radio no funcionaba, y la falta de imaginación para intentar otra cosa me llevaba, una y otra vez, a quedarme frente a cualquiera de las ventanas de la finca. Claro que repetía siempre esas palabras, incluso comenzaba a aburrirme de mí mismo y de que los días fuera iguales entre sí. Hoy era igual que ayer, pero también mañana sería igual al ayer que es el hoy. Miraba el cielo y ni siquiera era capaz de decir qué momento del día era.
―Creo que…
―Intentaré dar un paseo ―completó mi esposa―. Eso también lo dices siempre. Luego te encuentro estático, lívido y sudando parado frente a la puerta. Y para que entre todavía más humedad en la casa, con la puerta abierta.
Me contuve de responder de la manera en que desearía hacerlo porque seguiríamos allí encerrados en uno con el otro hasta que todo terminara. Deseaba haber tenido la predisposición de los criados que huyeran semanas atrás, pero mi estoicismo, y el miedo a encontrar que la única herencia de mi familia usurpada por alguien más a mi regreso, me impidió hacerlo. Las razones de mi esposa para quedarse me eran un misterio, para ella la niebla no representaba nada.
No tengo dudas ni certezas de que, al día de hoy, éramos las únicas dos personas en toda la comarca. Ya ni siquiera se escuchaban los lúgubres ladridos solitarios de perros perdidos en la niebla. Hasta ellos se habían ido.
Entre la niebla, dentro de ella, todo era silencio.
También en silencio me acerqué a la puerta. En el cercano perchero de bronce y hierro fundido colgaban los abrigos. Tomé el más pesado y grueso de ellos y lo coloqué sobre mis hombros convencido de que esta vez lograría salir de la casa, entraría en la niebla y vería si quedaba algo del otro lado de ella. No me parecía posible que la niebla durara tantos días, tantas semanas, que el sol se escondiera con tanto ahínco, y que toda esa humedad hiciera estragos en mis huesos.
Días enteros con esa sensación resultaba agotador. Aquel paseo era, pues, necesario, tanto para la salud de mi cuerpo como para mi salud mental, porque sentía que perdía la cordura poco a poco, como poco a poco avanzaba la humedad, en mi cuerpo y dentro de la casa, sin nada más para hacer salvo repetir diálogos y pareceres con la misma persona, perdiéndome en mis pensamientos cada vez más oscuros y vacilantes. Necesitaba hacerlo, necesitaba salir y dar ese paseo tantas veces postergado, aunque más no fuera un círculo en torno a la casa. Sí, seguro que eso sería más que suficiente para despejarme y volver a pensar con claridad. Un breve paseo para reencontrarme era todo lo que necesitaba en medio de tanta confusión, tanta niebla, tanta humedad, tanta oscuridad.
Pude sentir una mano apoyándose en mi hombro por sobre el pesado abrigo. Otra se apoyó en mi espalda y me hizo girar hacia el interior de la casa. Luego, entre ambas manos me quitaron el abrigo y volvieron a dejarlo en el mismo perchero de bronce y hierro fundido.
―Querido ―dijo la voz de mi esposa desde la lejanía―. Otra vez con la puerta abierta. Ya hay demasiada humedad aquí dentro, ¿no te parece? Esta casa parece más una cripta que otra cosa.
―Sí ―murmuré―, lo parece, demasiado.
Sentí a mi espalda que la puerta se cerraba dejando, una vez más, toda esa niebla del otro lado. Si dentro o fuera, no sabría decirlo.