Revista Arte
Un 25 de febrero del año 1872 nacería en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de entonces, esa época difícil de finales del siglo XIX. Habían tenido trece hijos. Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían ya por su belleza y dedicaron su juventud a ser modelos de pintores, algo que se pagaría bien en el Londres finisecular de entonces. Muy pronto iría Rose Amy con sus hermanas a Londres. En 1884, con tan solo doce años, comenzaría a posar ya para destacados artistas, como el prerrafaelita John Everett Millais. Pero, en 1891, siete años después, sería ahora la modelo de un gran impresionista británico. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista del momento, acabaría creando con su propio estilo particular, ese que no le haría, sin embargo, tan famoso en la Historia del Arte impresionista, pero que consiguió demostrar ya que el Arte es algo más que una tendencia conocida y estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones para todo aquel que alcance a descubrirlas.
Pero lo que en verdad consiguió el pintor, cuando compuso la obra en la cual Rose posaría como modelo, fue llevar al Arte la más completa y universal sensación de una impresión eternizada. Para nada necesitaría ahora la belleza de la joven Pettigrew, para nada sus facciones tan hermosas que obligaran a ella y sus hermanas a modelar ya en el Londres despiadado de aquel tiempo. En su obra Joven con vestido azul apreciamos aquí a una mujer sentada en una pose permanente, una pose ahora que reflejará así todas las posibles poses de todas las posibles modelos de la vida. No es ella nadie... y son todas. En este sublime cuadro impresionista el creador buscará el momento que su tendencia siempre propiciara, pero, en él, además, estaremos viendo ahora ya todos los rostros, todos los momentos y todas las jóvenes del mundo de todas las posibles historias, habidas antes o luego, de esta escena retratada.
Por esto buscará el pintor crear las escenas más desnudas de identidad, es decir, aquellas sin los rasgos personales que delimitarán ahora una vida y una persona concretas. El impresionismo vino extraordinariamente a ayudar al pintor en esto. Es uno de los rasgos que él mejor consiguió entender ya de su tendencia. Como en la poesía, asociaremos siempre las emociones inspiradas a los rostros particulares de cada uno. ¿Quién fue aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una inglesa de Portsmouth nacida en 1872, pero, ¿es ella ahora la que vemos, realmente? No. Es todas. Todas las que alguna vez inclinaron ya su rostro y fue cubierto así por un cabello, un sombrero, o una perspectiva diferente. En su otra creación de 1888, El puente, Wilson Steer irá mucho más lejos aún. Aquí no necesitaría posiblemente modelo alguna para hacerlo. Ya no es posible aquí más que imaginar las inmensas mujeres que pueden ser ella ahora, la que mira a cambio el fondo descubierto y profundo del cuadro.
Y es que el impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar ahora lo imaginado existente, es decir, no tan solo ya lo imaginado, como lo harían luego el simbolismo o el surrealismo. No, ahora es una imaginación de algo que existe, que puede existir, que tiene la vida tan real que parecen tener ya tras esos colores o esos trazos, artificios ahora pictóricos que ocultarán, virtualmente, la figura paradigmática ideada ya en algún momento por nosotros, los que ahora veremos el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el impresionismo, y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miraremos ahora y serán ya para nosotros, los verdaderos creadores ahora de la identidad de aquel rostro. No nos serán ajenas, no tendremos siquera que saber ya la historia del cuadro. Nada de eso es necesario aquí; cosas que podrán alcanzar, a veces, a llevar la Belleza a la imagen representada de un cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso, ni deseado, para llegar a apreciar la belleza del cuadro. Esta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros ahora con nuestra nostalgia fingida, o con nuestro recuerdo ideado, o con nuestra vívida imagen pensada y sentida. Todas ellas atrapadas ya entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada del cuadro.
(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walsberwick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, donde retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)
Sus últimos artículos
-
El Arte es como la Alquimia: sorprendente, bello, desenvuelto, equilibrado, preciso y feliz.
-
La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.
-
El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...
-
El centro del mundo es la representación ritual de un orden sagrado, el Arte, cuya expresión sensible es la creación del hombre.