Todo lo que era sólido terminó por desaparecer entre los dedos de nuestras manos. Lo que parecía una sólida estructura hoy no es más que castillo flotando en un cielo contaminado. Los dos meses propiamente estivales, encerrados entre la introducción y el epílogo por el que hoy pasamos, suelen llevarse bien con la lectura. Hay mundo más allá de la constante dicotomía entre playa y montaña o entre tumbona y deporte. Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, fue la primera elección. Llevaba cierto tiempo esperando que las reservas de la biblioteca entrasen en paréntesis para poder poner mi carnet sobre la mesa y decir: me llevo este.
Todo lo que era sólido es probablemente uno de los retratos más certeros que se han escrito sobre la crisis económica. Más bien, la crisis es solamente la consecuencia, de los bueno tiempos. La imagen del derroche. De las construcciones a pie de playa. De las fiestas patronales de una semana con barra libre para ganar las próximas elecciones. Del coqueteo y posterior noche en un hotel entre empresarios y políticos. De las promesas a cuenta del contribuyente. Del contribuyente que cumplía de principio a fin la frase “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Del pelo engominado. De las vacas gordas que se miraban en el espejo y orgullosamente oteaban un futuro con sobrepeso.
“La ruina en la que nos ahogamos hoy empezó entonces: cuando la potestad de disponer de dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes; y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia, el delirio-o simplemente para no ser cumplidas”.
Antonio Muñoz Molina. Todo lo que era sólido.
El ensayo también es un trayecto desde el inicio de la Democracia hasta el confeti que quedó esparcido por el suelo. Es un camino, con no pocas piedras, por el cambio. Franco murió en la cama y había que cambiarlo todo. Ya lo canta Loquillo en “El año que mataron a Salvador”: Todo estaba por hacer. Ahora que se está discutiendo sobre las ineficiencias de la Transición y sobre la necesidad, empujados por la crisis económica, de hacer una segunda, Antonio Muñoz Molina narra como fue cambiado el país desde los cimientos. Poco a poco fue desapareciendo la España en blanco y negro, las urnas ocuparon su lugar y los exiliados (obligados y voluntarios) volvieron a su tierra. Pero no todo fue un camino de rosas. La política pasó a formar parte del pueblo tan deprisa que no evitó que algunos cayesen en los mismos agravios que habían denunciado años atrás. La burocracia pasada de moda fue sustituida por la burocracia de los nuevos tiempos. Aparecieron las Comunidades Autónomas, los Ayuntamientos crecieron, arcaicas tradiciones se recuperaron y los nacionalismos (español y autonómicos) volvieron a enganchase. Y de pronto el dinero. Y de pronto más dinero. Y aquí estamos.
“Había un país real, más bien austero, habitado por gente dedicada a trabajar lo mejor que podía, a cuidar enfermos, a criar niños y educarlos, a construir cosas sólidas, a perseguir delincuentes, a juzgar delitos, a investigar en laboratorios, a cultivar la tierra, a ordenar libros en las bibliotecas, a ganar dinero ideando o vendiendo bienes necesarios. Pero por encima de ese país y mucho más visible estuvo desde muy pronto el otro país de los simulacros y de los espejismos, el de las candidaturas olímpicas y las exposiciones universales, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de las políticos que las inauguraban y al halago paleto de los ciudadanos que se sentían privilegiados por ellas, el de los canales autóctonos de televisión destinados con plena desvergüenza y despilfarro sin límite a la propagan sectaria y a la exaltación de la más baja vulgaridad transmutada en orgullo colectivo”.
Antonio Muñoz Molina. Todo lo que era sólido.
Todo lo que era sólido parece escrito del tirón. Parece la obra de un hombre que cansado de tanta nausea un día se sentó frente al ordenador y ya no se pudo levantar hasta que los folios en blanco se terminaron. La crisis; nada más que la excusa. La previsible consecuencia que ninguno supimos ver. 7 años peleando a la contra. Las construcciones a pie de playa no son más que el esqueleto de un cuerpo que creímos que nos pertenecía. El dinero nos convirtió en ciegos, podemos pensar. Nada más lejos de la realidad. El derroche, hijo, el derroche nos hizo caer en el abismo. No suele haber alguien más derrochador que aquel que nunca ha tenido dinero y se encuentra al doblar la esquina con una bolsa llena de billetes de quinientos euros. Pasamos de una dictadura a una democracia consolidada en apenas unos pocos años. La Democracia había sido hasta entonces un concepto que se encontraba al pasar Los Pirineos. Una idea. Algo que sucedía fuera. Llegó y, según Muñoz Molina, no se supo educar (o no tomamos la suficiente conciencia) sobre lo que dicha palabra significaba, sobre el cambio de las reglas de juego, sobre todo aquello que nos igualaba y que permitiría que el pasado se quedara en los libros de historia.
“La democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. (…) Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo. (…) Y si la democracia no se enseña con paciencia y dedicación y no se aprende en la práctica cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y a la demagogia”.
Antonio Muñoz Molina. Todo lo que era sólido.
Todo lo que era sólido es un libro necesario. Un libro para leer con calma y con la premisa de que cuesta que los diente no rechinen. Leyendo uno se siente juez, acusado y víctima. Porque todo lo que pensamos que será eterno simplemente es transitorio. Los globos se deshinchan. La espuma termina por irse por la alcantarilla. Todo, como le está sucediendo a este verano, se termina y todo lo que era sólido termina por conducirnos hacia la incertidumbre.