A veces uno tiene que indagar en los recovecos de la historia para hacerse una idea del espíritu de una determinada época. Si observamos el debate político actual, la República suele ser tildada de experimento fallido y casi criminal por unos y de momento histórico sublime por otros. Lo cierto es que los que teóricamente eran sus principales beneficiarios no hicieron gran cosa por conservarla. Lo que hoy es idealizado en aquel tiempo era despreciado. Los partidos comunistas y los de ideología anarquista luchaban por establecer sus propias utopías y siguieron haciéndolo aun cuando ya se había alzado la sombra de un poderoso enemigo común. En realidad la República quería ser un régimen democrático equiparable a cualquiera de los de Europa, pero tuvo la mala suerte de establecerse en nuestro país en un momento histórico caracterizado por el auge de los totalitarismos fascista y comunista y, para más inri, en un tiempo de crisis económica. Los auténticos republicanos como Azaña, un político que fue tan vituperado en su tiempo como ensalzado décadas después, asistían espantados a la degeneración de la política española y a la creciente violencia en las calles. No hay que olvidar que los peores momentos de la vida de la República se vivieron durante el llamado bienio negro, cuando gobernaron las derechas, que intentaron cercenar las conquistas sociales que se habían conseguido hasta ese momento y hubo de enfrentarse a situaciones tan graves como la insurrección de Asturias.
Una de las características más admirables del régimen republicano, al menos en su primera etapa, es que por primera vez en España el gobierno fijaba su mirada en los más desfavorecidos, no para otorgarles un poco de caridad hipócrita, sino con la doctrina, inédita en nuestro país, de la justicia social. Claro que no era fácil aplicar la reforma agraria, la regulación de los convenios colectivos o la aconfesionalidad del Estado, pero hay que valorar la valentía de unos dirigentes que intentaron modernizar nuestro país desde una visión laica y racional, que contó con la temprana oposición de radicalismos de todo signo. Uno de los proyectos más hermosos surgidos de este espíritu fue el de las Misiones Pedagógicas, un loable intento de llevar la cultura y la educación a los lugares más remotos del ámbito rural, a sitios donde el atraso era tan endémico que la forma de vida no había cambiado demasiado desde la Edad Media. Había que visitar a estos habitantes olvidados de nuestro país y convertirlos en ciudadanos. Había que plantar en ellos la semilla de la curiosidad, del saber. Como dijo Manuel Bartolomé Cossio, presidente del Patronato:
"Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros."
Este era el auténtico espíritu de la República, el que intentaba hacer llegar el lema pan y escuela a todos los ciudadanos, aunque se vivieran endémicamente escasos de lo primero e ignoraran el significado de lo segundo. Las misiones eran llevadas a cabo por personal cualificado, sobre todo maestros, que solían hacerlo de manera voluntaria. Viajaban a los lugares más remotos de la geografía nacional, que a veces eran poco accesibles y establecían bibliotecas, daban charlas, proyectaban alguna película o reportaje, ofrecían música, obras de teatro o reproducciones de los mejores cuadros del Museo del Prado, en un museo circulante con los que estas gentes podían contemplar por primera vez en su vida nuestras maravillas artísticas. Lo mejor de la cultura española de la época estuvo implicada en esta noble causa: María Zambrano, Antonio Machado, Pedro Salinas, Alonso Zamora Vicente, María Moliner o Federico García Lorca, con el famoso grupo de teatro La barraca.
En la narración de Javier Pérez Andújar, nos encontramos en 1935, a un año de nuestra Guerra Civil. El gobierno conservador ha recortado las partidas destinadas a las Misiones Pedagógicas, dejándolas en la mitad (hay cosas que nunca cambian), pero no ha logrado doblegar el entusiasmo de sus promotores, que siguen viajando a los pueblos con menos medios si cabe. El argumento sigue a un grupito de maestros cuyo destino es una zona rural atrasada de la provincia de Zamora, lo cual acaba derivando en una novela coral, que se traslada a varias épocas, pero cuyo epicentro sigue siendo la vida de los misioneros pedagógicos. En cualquier caso, la abundancia de personajes que van presentándose progresivamente lastra en buena medida lo que debería haber sido el propósito del libro: describir las motivaciones de unos personajes en un momento excepcional de nuestra historia, marcadas por discursos memorables como éste:
"Sí que creo ciegamente en una cosa, Maruja. Y por eso estoy aquí, en este pueblo perdido. Creo radicalmente en la cultura. Menéndez Pidal ha dicho que el lema de la República tendría que ser Cultura. ¡Y tiene más razón que un santo! No hay esclavitud peor que la de la ignorancia. Y te lo digo como esclavo que soy de unas cuantas cosas (...) De entre todas, mi mayor esclavitud es la de la lectura, y como esclavo de la lectura necesito desesperadamente que la sociedad sea culta, como los esclavos del trabajo necesitan que la sociedad sea justa."
A veces, leyendo Todo lo que se llevó el diablo, uno tiene la impresión de encontrarse ante algunos de los tópicos del cine español más reciente: la atracción sexual instanténea entre dos personajes, el toque de realismo mágico en la historia del aparecido o el tremendismo de la familia Velasco. A pesar de estos desajustes narrativos, de estos hilos a veces mal trenzados de una narración que tiende a ser expansiva, la escritura de Pérez Andújar es de suficiente calidad como para que merezca la pena una lectura atenta de la novela. Porque siempre es necesario evocar episodios de nuestro pasado que nos enseñen que no todo ha sido cainismo en nuestra historia, a pesar de la distorsión que producen los Velasco.