Hospital Español de Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Hacía tiempo que iba tras ella y me la encuentro dónde nunca pensé en buscar. El azar quiso que coincidiéramos. Tardé un poco en darme cuenta de quién era. Al principio no la reconocí. No la había visto nunca. Sólo habíamos conversado por teléfono.
Ese día tenía una cita con Ana Gabriela. Una tangerina de tercera generación. Quería conocer cómo había sido la vida en el Tánger internacional. Esa época dorada de la que todos hablan y de la que ya sólo queda el recuerdo.
Ana Gabriela es una de las residentes del Hospital Español. Fundado en 1881 por el padre Lerchundi con el objetivo de atender a los más pobres. Con los años, se convertiría en el referente médico de la comunidad española del protectorado. Actualmente, hace la función de geriátrico.
Llego a las diez y media ante una verja metálica. En la caseta, un guardia. Algo perezoso, la abre para dejarme pasar. Subo andando la cuesta que separa la entrada al recinto del edificio. Es un terreno enorme. Veo a una cuadrilla de pintores trabajando en la fachada. El edificio conserva una arquitectura imponente pero se ve antiguo. En el interior hace mucho frío. La mayoría de salas están vacías. Busco a Ana Gabriela por los pasillos. La encuentro en el segundo piso con su bata rosa fucsia y rápidamente nos ponemos a charlar.
Nació en 1930 en Tánger. De padre portugués –muy portugués, dice ella- y madre francesa –muy francesa- recalca.
—Por eso se separaron —me cuenta. —Tenían caracteres muy distintos. Mi padre volvió a Portugal pero tuvo una vida dura. Murió a los treinta y ocho años de cansancio y mala vida.
Ella se crió en la finca de sus abuelos maternos que habían llegado a Tánger a finales de 1870 huyendo de la guerra franco-prusiana, de la que más tarde nacería el imperio alemán.
—Cuando yo era una niña, Tánger era una monada de ciudad. Pequeña. Con poca gente. De distintos lugares. Todos nos conocíamos. Era una vida interesante.
Ana Gabriela dejó Marruecos con doce años para ir a estudiar a Portugal. Quería aprender su lengua. Estuvo allí hasta los dieciocho.
—Me encanta Portugal. La gente tiene una sensibilidad especial. Adoro el Fado. Pero la vida allí era muy diferente. —¿En qué sentido? —le pregunto. —Completamente—me responde. —Pero… póngame algún ejemplo —le pido. Ella me responde tajante.—Pon: JA JA —y añade —ponlo en mayúsculas. —No consigo sacarle nada más. —Ok. —Yo no podía quedarme en Portugal. Imposible. A mí me gustaba el show, era muy americana. Además, mi madre antes de morir me dijo: Pase lo que pase, no dejes nunca Tánger.
Ana Gabriela acabó sus estudios y regresó. Empezó a trabajar en un banco y conoció a un español. Un vasco-navarro que había venido de vacaciones.
—Era muy guapo —dice— guapísimo. Nos casamos pero al cabo de cinco años me divorcié. Me engañó como a una china. —¿No tuvo hijos?—¡Gracias a Dios! Lo que me faltaba… del Miguel tener hijos. Hubiera sido una madre estupenda pero él era muy ligero de cascos.
Me habla de las fiestas que se organizaban en las casas. Con orquestra. Con artistas de renombre. Con muchísimos invitados.
—De día la gente vestía normal pero de noche… de noche se vestía muy elegante. Con trajes largos, de telas exquisitas, hechos a medida.
En estos encuentros se juntaba gente de todo tipo y se oía hablar en distintos idiomas.
—Empezábamos hablando francés, cambiábamos al español, terminábamos en inglés. —¿Es verdad que había muchos espías? —¡Qué va! —y se ríe —no había tantos.
En 1960 Marruecos recuperó su independencia y con ella Tánger. Hubo muchos extranjeros que abandonaron la ciudad. Se vaciaron las casas y cerraron los negocios.
—En casa no movimos el culo de nuestro sitio. Como si aquello no fuera con nosotros. Es verdad que la ciudad quedó algo triste pero tampoco duró mucho.
Le pregunto si en aquella época los europeos tenían relación con marroquíes. Me mira como si acabara de decir una obviedad.
—He tenido buenos amigos árabes. Has de pensar que los marroquíes de buena familia eran más europeos que los propios europeos.Aquí se vivía muy bien. Había buenos restaurantes. Oh la la. Era todo muy chic.
Y aquí es cuándo aparece ella. Andando. Despacio. Arrastra una silla de ruedas como si fuera un caminador. Tiene un porte distinguido. Elegante. Me hace pensar en una actriz de cine de las de antes. Melena rubia. Nariz respingona. Labios ligeramente hinchados. Ropa un tanto extravagante. En ella hay algo que me atrapa desde el momento en que dice Hola.
CONTINUARÁ