Revista Sociedad
Beto Ortiz, Pandemonio, [email protected]
Escrito y publicado en mayo de 2003 cuando se hiciera público el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, este artículo es el testimonio de un simple reportero que, como millones de peruanos, tuvo que vivir y trabajar en aquel país convulso, aterrado y sangrante que era el Perú de inicios de los 90, cuando nada parecía poder salvarnos de la espiral de violencia enloquecida en la que nos habían sumido las viles hordas asesinas de Abimael Guzmán, uno de los terroristas más sanguinarios de la historia de la humanidad.
Ahora que esos mismos criminales imperdonables intentan disfrazarse de demócratas para infiltrarse de nuevo como un cáncer en nuestras vidas, este viejo alegato adquiere, de pronto, una inquietante actualidad. No podemos olvidar lo que ocurrió. Y la mejor manera de honrar la memoria de esos miles de peruanos que murieron víctimas del terror es cerrando filas contra Sendero Luminoso, Movadef o como mierda se llamen. Librando la feroz batalla de las ideas para evitar que más jóvenes idealistas sigan siendo embaucados por la misma monserga de odio ciego. Recordándoles, con cada página de nuestra historia, la suerte inmensa que tienen de vivir en este Perú imperfecto pero esperanzado y no en aquel otro donde sólo había matanza, tiniebla y desolación.
Salir del cine de ver Arma Mortal y que, a pocos metros de la puerta, un Volkswagen vuele en mil pedazos. (Y empezar, desde ahí, a sospechar de todos los carros que humean demasiado). Llegar un día cualquiera a tu oficina y enterarte que la señora de la computadora de al lado no pudo venir hoy porque ayer la asesinaron a pedradas en un viaje de trabajo a Huancavelica. (Encontrar, al día siguiente en una revista, la foto de lo que quedó de ella en doble página central). Aprender que cuando revienta una bomba hay que tirarse al suelo con la boca abierta para que tus tímpanos no estallen (y decorar todas las ventanas de tu casa con tiras de esparadrapo para que –cuando ocurra– no perezcas degollado por esos cuchillos voladores que son los vidrios que arroja la onda expansiva).
Descubrir el aciago olor de la muerte en la Plaza de Armas de Satipo alfombrada horriblemente de cadáveres púrpuras e hinchados. (Confundirse ante la cantidad de horror que el filo incomprensible de un machete es capaz de esculpir sobre un pobre cuerpo humano). Olfatear, como un sabueso, todos los sobres que te llegan, en busca de aquel temible olor a avellanas que es el síntoma inequívoco de que alguien que te odia a morir te ha enviado una carta bomba. (Una le llegó a ese abogado tan prestigioso y le arrancó un brazo, otra a Melissa, la chica practicante del diario “Cambio” de quien, sobre las losetas, no quedó un solo rastro susceptible de ser reconocido).
Escuchar todas las noches, sin falta, en el noticiero el coro ronco y lastimero de los nuevos miembros de la interminable procesión de las viudas y los huérfanos llorando en quechua nuevas tragedias que nadie me traduce y que no entiendo. ( Y luego ese sonsonete imbécil de los políticos –tan longevos– repitiendo naderías: “repudio enérgico”, solidaridad con los deudos”, “comisión investigadora del Congreso”, para después irse a tomar un pisco sour con la falsa al bar del “Maury”).
Ver pasar delante de ti, como en una pesadilla, a un sereno de Miraflores que lleva en brazos a una niña con pijama de franela toda estampada de ositos y de sangre. Al muchacho que corre como un poseso entre la densa humareda de Tarata en llamas y repite un nombre, desesperado: Gustavo o Enrique o Miguel o como quiera que se llamara el hermano al que nunca más volvió a encontrar. A la anciana que regresa cojeando días después a rescatar de entre los escombros un sobreviviente cuadro de la última cena. Al señor Cava que marcha –ausente, como un zombie– por el centro de la avenida Larco llevando en las manos una flor blanca y la foto de su hijo, el atleta, muerto. A la pequeña Vanesa, la hija de la vendedora de cartera de la esquina, aprendiendo de nuevo –y sonriente– a caminar con una diminuta y terrible pierna ortopédica. (Todos estábamos a una cuadra, todos estuvimos a punto de pasar por allí, todos conocíamos a alguien que vivía o moría en esos edificios que se desmoronaron como fueran de galleta. Los blanquitos no sabíamos realmente por qué lloraban tanto todas esas mamachas en los despachos de los corresponsales. No teníamos la más remota idea de qué trataba todo aquello hasta esa noche. Tarata fue nuestro once de septiembre).
Quedarse otra vez a oscuras y sentir miedo. Oír una sirena y sentir miedo. Abrir de mañana el diario y sentir miedo. Sentir miedo de amanecer muerto en el Perú. Sentir miedo de amanecer vivo. Sentir miedo de que nunca acabe el miedo. Sentir miedo de que las llaves medio quemadas que encontraron entre las cenizas en la fosa de Cieneguilla abran la puerta de la casa de Amaro Cóndor, el estudiante de La Cantuta asesinado por militares: ver al fiscal forcejear con la chapa ante los flashes y rezar porque no abra, que no abra, que no abra y la llave abre, maldita sea, otra puerta más que da directo al mismo espanto al que nunca nos cansamos de volver.
Sentir miedo de salir a la calle sin documentos y que un policía nos detenga a la vuelta de una esquina, nos encierre en cualquier sótano hediondo y nadie vuelva a saber nunca de nosotros. Sentir miedo de haber tenido la mala suerte de haber salido a comprar el pan y pasado cerca del lugar del atentado o de llamarnos igual que algún buscado por la justicia y que ese error tan clamoroso, (cometido por un juez inapelable, encapuchado), sea reconocido por el Estado después de ocho años de tenernos sepultados vivos, tallando virgencitas sobre huesos de pescado o pedazos secos de jabón Bolívar, en una celda en la que hay que dormir sentado porque no hay espacio para echarse ni manera de contar el tiempo porque no hay cómo saber cuándo es de noche y cuándo de día.
Sentir miedo al enterarnos, por boca de un ex -miembro del Grupo Colina que tras haber “ejecutado un operativo”, es decir, tras haber asesinado a mansalva a los peruanos y peruanas de todo los tamaños que les mandaban asesinar, les tocaba, a veces, meterlos a la maleta e ir a enterrarlos a algún cerro perdido en las afueras y que cuando, entre gallos y medianoche, estaban logrando a duras penas tapar la fosa, la tierra comenzaba a sacudirse bajo sus botas porque, carajo, alguno de los muertos seguía vivo y, puta, qué palta, había que echar tierra más rápido para que no se te fuera a escapar del hueco ese rechucha.
Sentir miedo al ponerse a pensar cuántos torturados y cuántos muertos que ya nadie llora habrán sido lanzados a los abismos o fondeados en el mar para que nunca los puedan contabilizar siquiera las estadísticas. Sentir miedo de que cualquier ser querido nuestro llegue a estar, por mala suerte, alguna vez a merced de alguno de esos comandos de élite que, como parte de un entrenamiento altamente especializado, tienen que criar un cachorrito recién nacido, alimentarlo y cuidarlo amorosamente y años después matarlo a puñaladas, abrirle el vientre y comerse todas sus entrañas, embadurnándose de pies a cabeza para no ser considerado un cobarde sino, más bien, todo un patriota.
Sentir miedo al escuchar el testimonio feroz de Exhaltación Vargas, el sobreviviente insospechado de esa carnicería absurda y enloquecida que fue la Masacre de El Frontón, de esos ríos de sangre de los que tanto hablaba Villanueva del Campo, ¿Se acuerdan? Sangre que mancha más que la tinta indeleble de las mesas de sufragio porque ha manchado para siempre –y diga lo que diga– las manos aspaventosas de Alan García que ahora se desvive por convencernos de la decidida lucha que –comandando a esa caterva abyecta de asesinos– dice haber librado por la pacificación.
Sentir miedo de nuevo cuando alguna autoridad vuelve a restarle importancia al rebrote terrorista y recordar automáticamente la imperdonable y criminal ceguera que hizo presa del honestísimo y gallardo presidente Belaúnde cuando, a inicios de los 80, se refirió a los sanguinarios senderistas como “abigeos” ¡Abigeos! ¡Es decir: ladrones de ganado! Abigeos que le costaron al país tantas decenas de miles de muertos que acaso se hubieran evitado –también– con gobernantes menos candelejones, tibios y cacasenos.
Sentir miedo cada vez que vemos aparecer otro absoluto cretino declarando sandeces inauditas y comparables a las que perpetraba Valentín Pacho, connotado líder sindical, conspicuo miembro de la Izquierda Unida y orgulloso delegado del Perú en todos los besamanos a Fidel, muy recordado por haber dicho en 1989 que de llegar su variopinta alianza al poder y en aras de la lucha contra la pobreza sería menester “fusilar a todos los empresarios”, comentario que, como puede verse, marca distancia de modo tajante con la lógica homicida de Sendero.
Sentir miedo de evocar las lágrimas viriles –y culposas– de Monseñor Cipriano al anunciar su hondo pesar de que todos los emerretistas de la residencia del Japón hubieran muerto (de un infame tiro en la nuca, ahora lo sabemos ¿lo supo él?). Pensar que pastor tan humilde de corazón y noble y bueno y misericordioso haya sido durante tantos años la única alternativa que tuvieron los ayacuchanos más pobres para defender “es cojudez” que eran sus choleados derechos humanos, francamente, da indignación.
La misma indignación que, personalmente, me genera comprobar el nivel extraordinario y casi unánime de estupidez que exhiben la mayoría de comentarios hechos al informe Final de la Comisión de la Verdad por políticos, periodistas, analistas, columnistas y onanistas: que está sesgado, que refleja un enfermo deseo de venganza, que no hay que hurgar en las heridas del pasado, que nadie los ha nombrado jueces, que no existe la figura de responsabilidad política, que no condena suficientemente a Sendero, que no se puede poner en el mismo nivel a las Fuerzas Armadas o –por último y esta es mi favorita– que los comisionados cobraron mucha plata y que con esa plata la Municipalidad de Lima hubiera podido inaugurar nuevas obras. Ave María.
¿Quién dijo que el Acuerdo Nacional no era posible? Señoras y señores, bienvenidos a la soñada concertación: Paniagua, Fujimori y García, Flores-Aráoz, Cabanillas, Rey, la Chávez y Barrón, por fin todos en ronda y de la manito. Y en la angurria electoral, hermanitos. Suave, locos, aquí no ha pasado nada. ¿Cuántos muertos dijo? Nooo, imposible. Aguanta tu carro. Qué va a ser. ¿Sesenticuánto? No, no se pasen, pues.
No puedo creer que ese sea el tono de la discusión. No han entendido nada. O mejor dicho, no han aprendido nada. Todo lo que he escrito líneas arriba –aunque se queda irremediablemente corto –intenta describir el Perú que me tocó en suerte. Y si, yo hubiera querido vivir en un país en el que matamos sin cesar no fuera indispensable. En el que no hubiera que caminar chapaleando en sangre. Pero ya lo dije, esto es lo que me tocó. Un país sumamente rico en homicidas. Me subleva. Como a todos, espero. Yo creía que la guerra nos había legado 25,000 muertos. Ahora resulta que fueron más de 69,000 ¿vamos a enfrascarnos ahora en discusiones aritméticas? ¿Políticas, morales, religiosas, filosóficas? ¿Vamos a competir entre todos para saber cuál de nuestros asesinos es el menos asesino? La Comisión de la Verdad y la Reconciliación ha trabajado duro y parejo para poder darnos a los peruanos la peor de las noticias. Todos se quejan, en consecuencia. Todos chillan. El médico nos dice que tenemos cáncer y no se nos ocurre mejor cosa que pegarle. Es horrible lo que nos dicen. Pero nos jode tanto porque es verdad y desde esta página, sin influencia alguna, lo agradezco de veras. No sé si cobraron mucho o poco, no sé si se dejaron llevar en algún momento por su corazoncito progre, se están a favor o en contra de Toledo, no me importa. Les creo. A toda esa gente que se quemó las pestañas y se rompió los lomos para que ahora todos conozcamos esto que somos. A la practicante de leyes que se fue hasta la punta del cerro para recoger un testimonio olvidado, al testigo que venció el miedo y, estallando en llanto, contó su historia veinte años después, a la digitadota que, acaso, obvió la fiesta del sábado y se amaneció tipeando interminables listas de difuntos llamados “N.N. Juan” y N.N. María” o al estudiante de periodismo que aprendió a no tener miedo de seguir investigando. A todos ellos, eternas gracias. La Comisión de la Verdad nos ha revelado una auténtica tragedia: nos mataron miles de hermanos y, en vez de llorarlos, no se nos ocurre otra cosa que negarlo, que decir que es mentira, que debe tratarse de un error y que, por último, no es nuestra culpa. Pero nadie es inocente. Porque el asesino tiene nombre de país. Nos han revelado, como iba diciendo, nuestra hecatombe en todo su esplendor. Sorpresa. Todos estábamos muertos.
PERÚ21
Domingo 31 de Agosto 2003