Un plano de la catedral de San Miguel y Santa Gúdula señala el espacio, Bruselas, y el tiempo, la caída de la tarde que da paso a las primeras horas de la noche. Una noche tórrida y pegajosa de humedad, propia del verano belga, en la que se hace muy difícil dormir, no digamos ya dormir solo. Prisioneros en una cárcel de penumbra, imágenes de grano grueso (16 mm.) y sonido directo (a menudo hipertrofiado), un gran número de bruselenses, más de dos docenas de hombres y mujeres que a esa hora deberían acostarse, sustituyen las horas de descanso por una impulsiva y extenuante, casi desesperada, actividad romántico-amatoria que se despliega entre dormitorios hopperianos, calles desiertas mal iluminadas, cafés que se resisten a cerrar de madrugada y mudos hoteles de mullidas alfombras. Como una sinfonía compuesta de múltiples variaciones de un mismo tema, se suceden estampas nocturnas de atracciones y repulsiones, de súbitos arranques de apetito erótico y de abandonos no menos improvisados, de citas y encuentros inesperados que disparan la pulsión sensual, de nómadas de las sombras que buscan acomodo en sábanas ajenas, de rupturas y reconciliaciones que prometen el éxtasis del estallido físico. Desde la hora del crepúsculo y durante toda la noche, la película captura historias in media res, ignora deliberadamente su comienzo y su conclusión, construye un relato mínimo con el momento presente, proyectando la imaginación hacia el antes y el después, pero concentrándose, haciendo causa, del ahora. De un ahora apremiante, líquido, absorbente, de un deseo excitado por la locura y matizado por el humor que provocan ciertos cuerpos más bien torpes, pero encendidos, consumidos de toscos arrebatos. A los preliminares, sin embargo, le suceden los epílogos; el amor en sí, el sexo, quedan fuera de cuadro, son parte de la zona oculta del claroscuro.
En su característico estilo cercano al documental, Chantal Akerman nos presenta una serie de cuadros sentimentales que, diseminados a lo largo de la noche, cuentan pequeñas historias y se completan a través de la repetición en una estructura de mosaico caleidoscópico. Personajes que se encuentran o que se separan; unos que abandonan a otros pero que vuelven junto a ellos antes de que estos noten su ausencia; seres solitarios que anhelan compañía, o que se conforman con compañías que no son las deseadas pero que mitigan adecuadamente la sensación de soledad; tipos anónimos de los que, en segmentos posteriores, llegamos a saber su profesión, sus hábitos, teatro de las apariencias. Akerman observa con el espíritu de un entomólogo los rituales de comportamiento (o de apareamiento) de la sociedad bruselense; no relata, no juzga, no condena, no explica, solo observa, y nosotros con ella, a través del ojo de una cámara que hace el recorrido nocturno, del ocaso al amanecer. Los personajes se zambullen en las sombras y despiertan al día, el espectador los sigue (y a veces persigue) en sus evoluciones sin saber lo necesario de ellos para llegar a empatizar, pero informado de lo imprescindible para no considerarlos extraños, para simpatizar, sentirlos próximos, semejantes. La película huye de los mecanismos de la construcción dramática, del relato pormenorizado de una historia y de la representación de unos personajes arquetípicos; se limita a ser espejo de un público que se reconoce en los rostros somnolientos, en los perezosos despertares matutinos, en los tristes desayunos solitarios o en las calladas celebraciones mañaneras que conservan reminiscencias del amor en penumbra, lo mismo que se ha visto reflejado en la búsqueda, en el éxito y en la decepción, en la aceptación y en el rechazo ocurridos a lo largo de la noche.
Los sonidos distorsionados, amortiguados (casi podría decirse que «a lo Tati»), los silencios, los sobreentendidos, la atmósfera nocturna salpicada de destellos de luz, transmiten una sensación de irrealidad instalada en un ambiente cotidiano que solo parece alcanzar la normalidad con la luz del día, que por la noche se sumerge en un marco de extrañeza, casi de absurdo, en el que todo es posible mientras se ejecute de manera sorda, enigmática, caprichosa. Akerman combina la atención al detalle y la cuidada selección del encuadre propios de su admirado Yasujiro Ozu con el abandono de la historia como hilo conductor, como si tomara los vacíos y los tiempos muertos con los que el cineasta japonés aderezaba sus historias (tomas de montes y de bosques, de ríos y de puentes, de vías férreas y cableado urbano…) y construyera con ellos el todo de sus anónimas correrías nocturnas, en una deliberada ceremonia de la confusión tan espesa como la noche insomne. Si en (la sobrevalorada) Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, Akerman elabora un sofisticado teatro de tres horas de banalidad con el fin de contagiar al espectador un estado estructural de apatía y aburrimiento que le obliguen a reaccionar adecuadamente ante el éxtasis final, único repunte de una larga y monótona representación de la nada más despojada, en Toute une nuit, película a la que no resulta fácil ni cómodo aproximarse debido a su preconcebido distanciamiento emocional, de una radicalidad sin grietas ni descansos, con sus largos planos grises y azulados que a veces desembocan en la más amenazadora negrura, traslada al espectador a un universo deshumanizado, gobernado por la ansiosa búsqueda de compañía, de calor humano, de tacto, de piel, en el que los afectos no son más que parches momentáneos que ayudan a paliar, pero no a evitar, el cotidiano y amargo espectáculo de la más devastadora soledad.