Revista Cultura y Ocio

Todos los héroes

Por Calvodemora
Hay gente maravillosamente sensible y buena que, mientras agonizan, enseñan a vivir a los que asisten a ese desvanecerse lento y doloroso. Dan una lección de amor, se desvanecen con la suprema certeza de que el mundo seguirá girando a pesar de su ausencia, comprenden que han agotado sus días en la tierra y parten en armonía, si es que  podemos saber todas esas confidencias del alma los que quedamos en la travesía de la vida. Es un oficio hermoso saber irse, no molestar cuando toca desaparecer. No se nos educa en esa disciplina, no habrá pedagogía que instruya. Luego están los que dan esa vida para que otros no pierdan la suya. Quienes se embravecen y avanzan, a ciegas a veces, exponiéndose, ignorando adrede (con heroísmo) que el mal no tiene piedad y arrambla con saña. Son ellos, a pie de cama de hospital, los héroes de nuestro tiempo, no hay gratitud suficiente cuando alguien antepone tu bien al suyo. La única expresión que podemos formular es la de la gratitud, sincera e infinita gratitud por darse y, en ese acto, entrar en riesgo, saber que pueden caer. No es únicamente el personal hospitalario: hay gremios que actúan con la misma entrega, forzados por las circunstancias, conminados a servir cuando más caro y más peligroso es ese servicio público. 

Son días terribles, nos lo recuerdan a diario. Podemos estar a salvo en casa porque hay otros que están expuestos en la calle. Da igual que sea la cajera de un supermercado, los efectivos de los cuerpos de seguridad del Estado, el camionero yendo y viniendo, trayendo y llevando, el basurero del ayuntamiento o el agricultor, el ganadero o el pescador que salen a la intemperie, al rigor de la realidad, para que los mercados estén abastecidos y, por añadidura, lo estén nuestras despensas. Queda en un segundo plano todo lo demás. Cualquier consideración frívola sobre esta labor absolutamente encomiable sobra. Estamos en manos de otros, ahora más que nunca. Son los demás los que harán que abran las calles nuevamente, como cantaba Pablo Milanés. En una hermosa plaza (no liberada, como la cantada por el trovador, pero sí festiva y abierta al trajín de la gente) lloraremos por los ausentes, los tendremos en el recuerdo. Mientras no ocurra, en la confinada espera, en el acuartelamiento obligado, tendremos que salir a los balcones a diario, aplaudir a los que en la lejanía nos cuidan. Son muchos. Ellos son los que harán que sea posible el futuro; de ellos será la canción que tendremos que entonar en las plazas, cuando las abran, las ocupemos y hagamos del abrazo un himno y del aire un salmo. No sé si nos estamos haciendo más fuertes. Dicen que las penurias, las más duras con más fiereza, curten, pero aparejada a ese aprendizaje estará otro, el de la convivencia, el de pensar en los demás, el de hacer de la lentitud un nuevo modo de vida. Íbamos muy rápido. La velocidad era la consigna. Es la vida la que está esperando, pero también hay vida en este recogimiento. Debemos preservarla, cuidar de que no flaquee, ni se impaciente. Porque volveremos a pisar las calles nuevamente y entonces ya habrá tiempo de levantar otra vez las persianas echadas. 



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