Revista Psicología

Tomar el pulso

Por Lizardo


Tomar el pulso
Tomar el pulso es una expresión que ha trascendido el ámbito del examen físico practicado por el médico para significar la captación medular de algo, el escrutinio del estado global de una situación.  "Tomar el pulso" denota que nos conectamos con el corazón mismo de la persona para estar pendientes del ritmo cardiaco, de su regularidad, de su fuerza, de su aceleración; de sus disturbios, de sus misterios, de su inminente cese o de su tranquilizador perdurar.
Al tomar el pulso le estamos comunicando al paciente: "estoy atento a tu corazón". Y lo tocamos en un rito simple y repetido desde épocas antiguas en cada contacto de un sufriente con su sanador.
Aunque en psiquiatría el examen físico es a veces soslayado, existen situaciones clave en que el gesto de tomar el pulso no solo informa al médico sino que tranquiliza al paciente: esto es, cuando la persona que acude a nos se halla ansiosa, angustiada, casi en crisis de pánico, y con el corazón desbocado.
Usualmente el lapso en que tomamos delicadamente la muñeca del paciente mientras observamos con atención el segundero del reloj, establece un momento de absoluta cercanía con la angustia de nuestro usuario. Nunca se exagerará la importancia de este gesto doblemente útil: que comunica la seriedad con que tomamos la angustia de nuestro paciente y demuestra que estamos asegurándonos de la estabilidad de su latido cardiaco, además de que establecemos contacto directo con él.
Hace unos días advertimos, cuando indicamos a una estudiante que tome el pulso de un paciente angustiado y en aparente abstinencia alcohólica, que nuestra alumna se apresuraba a sacar de un bolsillo su "smartphone", lo manipulaba ante el desconcierto del paciente -y el mío- buscando una aplicación de cronómetro y así poder cumplir con lo indicado, con lo que dilapidó todo un apreciable momento y más parecía que ella estuviese haciéndonos "phubbing". La susodicha carecía de un sencillo reloj de pulsera y no pudo tomar el pulso como los médicos de hace tantas generaciones lo han hecho, en el sencillo acto de tomar una muñeca ajena y mirar en la nuestra el girar de un segundero.
Cosas de la modernidad, sin duda, esto de tomarle el pulso al smartphone.
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Nos enteramos recién de la muerte de Theodore Millon, acaecida pocos días hace. Millon, reconocido estudioso de la personalidad, brindó una amplia bibliografía que el común de psiquiatras ha frecuentado aunque posiblemente no en la debida profundidad. Si para Eysenck, la unidad básica de estudio de la psicología era la personalidad, así de relevante le parecía ello; la comprensión del individuo y su personalidad en base a las etiquetas del DSM, como es frecuente, constituye una irrisoria situación que empobrece nuestra labor. No es saber "qué" tiene cierta persona solamente, sino "quién" es la persona, y en este paso muchos corremos presurosos con lo que tenemos puesto hacia las páginas de los manuales clasificatorios en busca del "cluster A, B, o C".
Habrá que conmemorar a Millon, leyéndolo y releyéndolo, pero no solamente en las segundas partes de sus libros, donde tiene que referirse a las clasificaciones al uso y desde el punto de vista de la patología, sino en las radiantes primeras partes donde habla de la personalidad desde la totalidad y la normalidad.
Descanse en paz, Maestro.
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Los vi de lejos en el parque, airados bajo el aire caliente del mediodía. El jovenzuelo varios pasos delante de la chiquilla y alejándose sin mirarla, furioso. Habían discutido, sin duda, y él gritaba una y otra vez sin voltear hacia ella: "¡Búscame cuando madures! ¡Cuando madures me buscas!"
El atardecer, mientras tanto, se tomaba su tiempo y el verano no acababa de decidirse a entrar al año.
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Nuestro amigo, el Dr. Brea, tiene hoy una bella entrada en su blog sobre La necesidad de leer.
Hay tanto que decir sobre ello pero más, mucho más hay que leer. Aunque no sea cierta aquella opinión citada por Virginia Woolf, de por sí es bella y no me resisto a citarla inspirado por la entrada antedicha:
"He soñado a veces que cuando amanezca el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y juristas y gobernantes se acerquen para recibir su recompensa (coronas, laureles, sus nombres tallados de manera indeleble en mármol imperecedero), el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y dirá, no sin cierta envidia, cuando nos vea venir con nuestros libros bajo el brazo: "Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Les gustaba leer"". ( En Manguel A. Una historia de la lectura. Madrid: Alianza; 2013. p. 575.)


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