Carlos y Ainhoa
No podía ser de otra manera. Ainhoa Reguera es una de nuestras "madrinas" y su post es el tercero que más visitas ha recibido en GSN.
Por Ainhoa Reguera (Lanzarote, Pamplona)
Sí, lo reconozco. Yo, mariliendre con matrícula de honor, fui una mojigata hasta los 19 años. Ingenua cual Heidi trotando por las praderas de la opusiana Pamplona, apenas había oído hablar de la homosexualidad, un ser de fábula que vivía en una gruta a la que jamás me había acercado… Hasta que llegó Carlos y me convirtió en Kylie.
Amigos en la Universidad. Histéricos, histriónicos, divertidos, escandalosos, geniales los dos. Almas gemelas que se encuentran, afortunadamente para nosotros, desgraciadamente para el resto, que tenía que aguantarnos. Gritos y bailes callejeros, bocazas incapaces de contenerse, un humor más oscuro que Oprah, sesiones de teletiendas y telefilmes, fanáticos de Shannen Doherty y “La verdad de Laura”… Un mosaico de freakeces maravillosas a nuestros ojos.
Seguiré cavando mi propia tumba. Para que vean lo boba que era yo por aquella época. Una vez fuimos a un concierto de Alaska en San Sebastián (jamás olvidaré el contoneo de las caderas de Mario Vaquerizo, marcada de por vida me hallo) y, mirando con los ojos como platos soperos a mi alrededor, le dije al que ya era mi mejor amigo: “Carlos, creo que aquí el único hetero eres tú”. Muchas veces nos hemos reído de aquello, de lo mucho que le costó a él no soltar una gigantesca carcajada y de lo ciega que estaba yo…
Y entonces ocurrió. Tomando un café, me dijo que era gay. Me convertí en la primera persona en la que depositaba un secreto que en realidad no era tal. Y todo fue tan sencillo y natural, que me emociono al pensar en la pureza de una amistad así. Se abrió un mundo diferente ante él. Y ante mí. De la mano, lo recorrimos juntos.
Lo contamos en una cena al resto de nuestros amigos. Todos lo sospechaban ya. Qué maravillosas las relaciones humanas, en las que las esencias de las personas se captan sin necesidad de juzgarlas ni comentarlas, simplemente masticándolas, saboreándolas y digiriéndolas sin preguntar.
Gracias a Carlos, se me instaló un radar en la frente. Comencé a ser capaz de detectar a todos los maricas que tenía en un radio de 6.000 kilómetros. Y los atraje hacia mí. Como una Sharon Stone cualquiera, abría las piernas y ahí estaban. Sentido del humor compartido, risas por encima de todo, ingrediente básico para una vida feliz. Una complicidad y una diversión que no encuentro en las personas de mi mismo género, llámense mujeres. Salvo contadas y geniales excepciones, me aburro con ellas. Y con las maris me lo paso tan bien que… simplemente, no hay color.
Desde Carlos llegaron muchos más. Alberto, Juanjo, Dani, Julián, David, Pepe, Gustavo, los dos Antonios, Alpio, Mompó, José Luis, Armiche, otro Carlos más, Bonito, Dailo, Paco, Sacha, Pedro, Osiris, Octavio (alma máter de este blog)… y más que se me olvidarán y otros que llegarán, seguro.
Una vez, Carlos me escribió que yo era su “dancing queen”, la primera persona a la que le había contado lo que algunos todavía ven como una enfermedad, su compañera de baile. Ahí seguimos los dos, moviendo el esqueleto, ahora en la distancia pero siempre pegaditos, agitando de manera descoordinada nuestras articulaciones, desde hace ya más de una década. Y la bola de cristal sigue girando, mientras mariliendres y maricas se descoyuntan en una tarima de felicidad al ritmo de Madonna, Lady Gaga, Kylie y Beyoncé.