Revista Deportes
Zabala de la Serna, El Mundo
José Ortega Cano ha sido, y es, un maestro del toreo. Un matador de toros que se ha dejado la sangre y la gloria en los ruedos. A vuelapluma se me vienen a la cabeza fechas históricas.
El indulto del toro 'Velador' de Victorino Martín en la Monumental de las Ventas en julio de 1982, cuando aún luchaba por salir del anonimato; la imborrable Corrida de la Beneficencia de 1991, mano a mano con César Rincón, los dos a hombros por la Puerta Grande, los tres si contamos, que hay que contarlo, al ganadero Samuel Flores.
La cornada de Zaragoza de 1987 que sólo el manto de la Virgen del Pilar y las sabias manos del doctor Vall-Carreres pudieron contener, con todo el paquete intestinal hecho un colador. El tremendo tabacazo de Cartagena de Indias ya casado con Rocío Jurado. Después le sucedió lo peor que le puede pasar a un torero en horas bajas y no se supo ir a tiempo. Y volvió y se volvía a despedir, con todas su gran carrera a cuestas.
José se metió, a través del túnel del amor, en un mundo que lo ha devorado. En los últimas semanas lo han tildado de maricón, alcohólico y drogadicto. Ortega Cano jamás se debió sentar en programa rosa alguno, porque una vez que entras en la rueda ya no sales. Ni te dejan salir.
Aparecen los parientes pobres y otras especies de hijos de puta dispuestos a vender y traficar con la vida ajena y a triturar una carrera como la de José Ortega Cano, torero ante todo.