Hace ahora un año que una multitud tomaba la gran plaza de Tahir, en El Cairo, para exigir la caída del dictador Hosni Mubarak, que llevaba treinta años en el poder desde que unos militares miembros de los Hermanos Musulmanes (HM) asesinaran al presidente Anwar el Sadat.
El motivo principal del ataque a Sadat fue su acuerdo de paz con Israel en Camp David, el 14 de septiembre de 1978, firmado por él y por el israelí Menajen Begin, por el que ambos recibieron el Nobel de la Paz.
Los HM son una secta islamista nacida en Egipto que exige gran rigurosismo, la vuelta al islam original, la desaparición de Israel y, aunque lo nieguen, el exterminio de los judíos.
Sus líderes son fanáticos aparentemente dialogantes y demócratas, pero escondidos tras la “taqiyya”, esto es, el derecho de engañar para alcanzar ocultamente sus objetivos.
Asistimos en el mundo occidental con entusiasmo a la que llamamos “Primavera Árabe”, que se extendió desde Túnez por el norte de África hacia el Oriente Medio.
Esperábamos democracias modelo occidental, pero las revoluciones incrementaron el poder los HM y otras sectas rigoristas en una vuelta atrás histórica hacia el control omnímodo de la religión.
Medio siglo de un socialismo nacionalista de inspiración nazi –de ahí venían Nasser y los partidos Baaz, dominantes en Irak y en la Siria de hoy--, y después sovietizante, están dando paso a los partidos religiosos, con sus imanes convertidos en Torquemada, el inquisidor español del siglo XV que perseguía herejes y expulsaba judíos.
Y estos Torquemada están volviendo a dominar el mundo musulmán, mientas en Occidente hablamos de primaveras imposibles bajo la irracionalidad político-religiosa.
Son fanáticos que ganan elecciones democráticamente: igual que las habría ganado el terrible fraile español, de haberlas entonces.
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SALAS