Premiada
al Mejor Guión en el Festival de Cannes de 1982, gozó de una buenísima acogida
por parte de los asistentes al certamen, si se exceptúan, precisamente a los
espectadores polacos. Por lo visto, el film les resultó demasiado prudente,
sospechoso, lejano de la actitud rotunda con que ya se había manifestado, por ejemplo, Wadja
sobre la situación en su país en El
Hombre de Hierro y, antes, en El
hombre de Mármol. Sin embargo, no creo que pueda afirmarse que Moonlighting sea una película débil o ni
siquiera dudosa, respecto a los acontecimientos de diciembre de 1981. Rodada
en veintitrés días, sin detenerse sábados ni domingos, casi inmediatamente
después de la irrupción militar es, sin duda, una forma de superar la depresión
a que puede inducir al autor el drama polaco, vivido a distancia. Se trata de
una reacción vital, emotiva, sobre todo y, quizá por ello, menos racionalizada
y analítica. Se piensa poco en los hechos y en la causa-efecto. Pero se reciben
en pleno espíritu los golpes de la historia sin tomar parte en el desarrollo de
la historia misma. El
director no adopta el estilo documental. Tampoco intenta lanzarnos sus tesis a
martillazos de cine panfletario. Ha escogido el camino de la fábula política.
Un tratamiento humano y poético a un tiempo. La política interesa en cuanto
toda la vida privada de la gente. Esta es la particular perspectiva desde la
que el cineasta polaco afincado en Inglaterra construye su sentida reflexión
sobre los sucesos de Polonia. Pero Moonlighting
es también algo más una metáfora fílmica. Cuatro
albañiles polacos llegan a Londres para reformar la vivienda que su jefe,
también polaco, ha adquirido en la ciudad. El relato cinematográfico se
articula con una facilidad narrativa evidente, a partir del “trabajo
clandestino” que llevarán a cabo durante un mes justo en aquella casa de Owens
Garden, de sus relaciones con el entorno social, y de las noticias de Polonia
que cuidadosamente les oculta su capataz, Novak, el único del grupo que habla y
entiende inglés. La historia, sencilla en su planteamiento y evolución,
desvela, a poco que se detenga uno en la consideración de esta amarga película,
una riqueza de contenidos muy notable. Se
presenta en primer lugar, una historia de emigrantes aislados, en un país cuya
lengua le es extraña, al igual que sus costumbres. Gente sin un chavo,
concentrados en su trabajo, que padecen la separación de sus familias, la
desconfianza de los vecinos, incluso el desprecio y los insultos de los
trabajadores ingleses. En sus escasas salidas buscan el guetto polaco –y también en él se sienten humillados–, descubren el
espectáculo pirotécnico del consumismo occidental y acarician los labios con
latas de Coca Cola. El
trabajo ha de realizarse en treinta días. Tienen ya cerrados los pasajes de
avión para su regreso. Es un trabajo “negro”. Todos se benefician. Novak marca
el ritmo y controla la situación. A medio camino entre los trabajadores y el
dueño, desde su singular tierra de
nadie, ejerce de jefe, policía y de padre. Es un explotador que a su vez sabe
que es explotado, y su actitud paternalista, llega al hartazgo. En resumidas
cuentas, la casa parece más un penal para trabajos forzados, aunque esté
situado en el paraíso del mundo libre. Por eso la actitud servil y resignada de la cuadrilla oculta dentro una
bomba de efecto retardado que acabará por estallar.
Novak
es un pequeño y asustadizo reyezuelo, engendrado inevitablemente por el oscuro
mundo de sus subordinados y por el poder que le confiere el dominio de la
lengua. Asume las responsabilidades propias y ajenas, teniendo el grupo una
dependencia absoluta sobre este líder, que no es de hierro ni de mármol. Skolimowski dibuja un retrato del
líder antiheroíco que, en realidad, no está nada lejos de los personajes
chaplinescos, y que se mueve y comparta como los tipos de Jacques Tati.
A
este mundo cerrado –el de la comedia humana del poder encarnado en fin y a
partir de los débiles– se le priva de la verdad, de su verdad, por razones de
supuesta piedad. Es quizás el mayor de las privaciones. Y más cuando esa piedad
tampoco es limpia. Tras el alzamiento de los militares no podrían volver a
Polonia aunque quisieran. Pero también es muy posible no permitiera el regreso
sin antes no haber terminado el trabajo. La realidad de fondo permanece oculta,
tanto por motivos proteccionistas, como por intereses mezquinos. Y aquel pequeño
tirano, quemando las cartas, organizando turnos de teléfono sin sentido y
arrancando carteles, resulta ridículo. Pero no deja de inducir a la compasión.