-Tiene que ser algo rápido -se lavaba las manos mientras Enrique se aseguraba de que no había nadie más en todo el aseo-. Esperaremos a que lleguen al puesto de embutidos para hacerlo, tal y como habíamos planeado.-Yo me encargaré de todo.-Recuerda que nos jugamos mucho –dijo volviéndose hacia él-. Si no lo ves del todo claro, no intervengas.-Descuide –le contestó Enrique.-El guardaespaldas nos dará vía libre llegado el momento.-Ya está aquí –dijo, irrumpiendo en el aseo un hombre con traje negro.
Los tres se apresuraron en salir de allí y se dirigieron rápidamente hacia la puerta del gran pabellón. Enrique se rezagó a propósito, debía mantener una distancia prudencial con el resto.El Presidente llegó acompañado de todo un séquito de cámaras y reporteros, además de sus incondicionales seguidores y su personal de confianza, que le acompañaba siempre en cada viaje. Cortaron la cinta, inaugurando así la feria, y, tras brindar con cava, entraron al pabellón. Enrique les seguía de cerca, sin perder detalle de cada uno de sus movimientos. Se había percatado de que El Presidente siempre actuaba bajo un mismo patrón: llegaba al puesto, saludaba a los trabajadores, hablaba brevemente con ellos, se hacía una fotografía, se despedía y tras remolonear un instante frente al puesto, se marchaba al siguiente. Era una visita breve en la que ocurrían demasiadas cosas. Enrique sabía que debía aprovecharse de ese pequeño instante de caos en el que todo parecía valer, en el que se rompían las barreras de lo políticamente correcto y se anulaba, inconscientemente, cualquier tipo de protocolo.
Francisco, quien había contratado a Enrique para llevar a cabo el plan, paseaba junto al Presidente alardeando de todo lo que había hecho para que la feria fuese de las mejores de la provincia. Iban de puesto en puesto como una abeja va de flor en flor. No alcanzaban a imaginar lo que allí tendría lugar.Apenas les quedaban unos metros para llegar al puesto del charcutero. Enrique estaba más que preparado. Esperaba pacientemente la señal, el momento preciso para hacer su trabajo. Él se tenía que encargar del trabajo sucio, ese trabajo que nadie quiere hacer, y por supuesto, nunca le había temblado el pulso a la hora de hacerlo.El Presidente llegó junto con Francisco al puesto del charcutero. Ambos saludaron a los dos trabajadores que allí había y comenzaron a charlar. Enrique se acercó a ellos con disimulo. Estaba atento a los movimientos que hacían el presidente y su guardaespaldas. Esperaba al instante en el que se hicieran la fotografía para intervenir, ese era el justo momento en el que podía pasar de todo y, mejor aún, se podía sospechar de todos.
El joven fotógrafo de un periódico local llegó para encargarse de hacer la fotografía de El Presidente y el organizador de la feria junto con los trabajadores del puesto. Todos, incluso algunas personas que pasaban por allí, se colocaron para la fotografía. Enrique no perdió la oportunidad de acercarse al Presidente. Por su altura se colocó detrás y, mientras todos se organizaban para no perder sitio en la foto, él fue buscando una posición más cercana a su objetivo.Ya estaban todos dispuestos. El fotógrafo se preparó para hacer su trabajo. Enrique sabía que aquel era el momento para hacerlo. Sacó un guante del bolsillo de su chaqueta y se lo puso rápidamente. En ocasiones como ésta, sólo utilizaba un guante, así le era más fácil deshacerse de él después.Con total cautela, procurando no ser visto, tomó el cuchillo que había sobre la mesa y con el cual, los trabajadores del puesto de charcutería, cortaban el embutido. Cuando el fotógrafo pidió que todos se juntaran un poco más, él hizo lo propio, siendo, prácticamente, una prolongación del Presidente.Le clavaría el cuchillo por la espalda, bajo las costillas, directo al corazón. Lo había hecho más veces y era un método que funcionaba. El Presidente caería fulminado al suelo, sin tiempo a más que morir en ese preciso instante. Aprovechando la confusión del momento, saldría de allí. Se quitaría el guante, dándole la vuelta, y lo guardaría de nuevo en el bolsillo de su chaqueta. Iría al baño a lavarse, a hacer tiempo hasta que el cuerpo sin vida del Presidente estuviese rodeado por curiosos. Entonces saldría del baño y se iría de allí. Un plan perfecto.
Enrique esperaba, impaciente, a que se disparara el flash de la cámara para hacerlo. Así no se reflejaría en la fotografía algo que le pudiera perjudicar. Pero entonces, el joven que había a su lado, rodeó con su brazo al Presidente. Se había complicado todo de forma repentina, por lo que decidió esperar. No haría nada hasta que lo viese claro, tal y como le habían pedido. Francisco y él se miraron. Enrique negó con la cabeza al ver cómo sonreía. Quizás pensaba que el plan marchaba según lo previsto, que el deseado desenlace de todo aquello estaba a punto de llegar. Pero Enrique enseguida le hizo entender que no era así.Apenas había realizado el fotógrafo su labor, Francisco se apresuró en pedirle que hiciera otra fotografía. El joven que rodeaba al Presidente con su brazo ya se había movido y todo su costado había quedado al descubierto. Enrique empuñaba el cuchillo con firmeza. Esta vez era él quien rodeaba al Presidente con su brazo.
La cegadora luz del flash se disparó iluminándolo todo. Fue algo fugaz, ocurrió demasiado rápido. Su instinto intervino en sus planes sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Le había hundido el cuchillo en el costado al Presidente, más a causa de una reacción que de una acción.Sacó el cuchillo y lo tiró al suelo. Salió de allí antes de que se desplomara entre el gentío. Le temblaban las manos. Había hecho trabajos como este en muchas ocasiones, pero esta vez era diferente. Presentía que algo no había salido bien, por eso necesitaba salir de allí. No tardó en quitarse el guante. Como había planeado, le dio la vuelta y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. Sabía que podían señalarlo como uno de los responsables si lo veían por allí, por lo que decidió ir al aseo. Ese era el primer lugar en el que se le había ocurrido refugiarse.
Entró, yendo desesperadamente hacia uno de los lavamanos. Trataba de limpiar la poca sangre que le había salpicado, mientras escuchaba el alboroto que se había montado en la sala de exposiciones. Los chillidos y gemidos acompañaban al sonido de las sirenas. Todo se complicaba. Debía salir de allí cuanto antes, pronto comenzarían a buscar al culpable.Se frotaba las manos a conciencia. Ya estaban limpias, pero no lo suficiente para él. Se sobresaltó al escuchar abrirse la puerta del aseo. Pudo notar cómo toda la sangre del cuerpo le caía a los pies y respiró aliviado al ver que se trataba de Francisco.
-Buen trabajo –comenzó a aplaudir nada más verlo-. Veo que era cierto lo que decían sobre ti.
No dijo nada. Se limitó a mirarlo y volvió de nuevo a lavarse las manos. Francisco sonreía, no podía ocultar su satisfacción. Todo había salido según lo previsto, y aunque no hubiese salido, él tendría las manos limpias. Esperó pacientemente a que Enrique se aseara. Cuando terminó, estaba impecable. Como si nada hubiese ocurrido, como si él no hubiese tenido nada que ver con todo aquello. Era la otra parte de su trabajo: hacer todo lo posible para pasar inadvertido, y siempre lo conseguía.Francisco sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y se lo entregó. Enrique no esperó a abrirlo, dentro estaban sus honorarios por el trabajo hecho. Lo contó varias veces antes de volverlo a meter en el sobre.
-Aquí no está todo el dinero que acordamos.-¿No? –se mofó de él-. ¡Ah!, es cierto. Se me olvidó decirte que las condiciones de nuestro trato habían cambiado. Acepta el dinero y lárgate de aquí –le explicó antes de dirigirse hacia la puerta.-Ese no era el trato. Págueme mi dinero, el que acordamos –sentenció Enrique.-Y si no lo hago, ¿qué harás? –le replicó volviéndose hacia él-. ¿Matarme? –añadió tras una sonora carcajada.
Enrique dio un paso hacia él sin decir nada más. Se sentía humillado y no permitiría que alguien como él le trata así. Había hecho su trabajo y no quería más que recibir el dinero que habían acordado. Francisco retrocedió al ver que se le echaba encima.
-Da un paso más, sólo un paso más y estás perdido –le amenazó-. Si no salgo de aquí en… -miró su reloj-, aproximadamente tres minutos…-¿Qué? –le interrumpió-. ¿Qué piensa hacer? ¿Delatarme? ¿Matarme? Usted sabe la reputación que tengo, lo que soy capaz de hacer. Podría matarle aquí mismo, ahora mismo y le seguro que nadie se enteraría. Sabe bien lo que hago, pero no quien soy –le explicó acercándose más a él.
Francisco permaneció atónico al ver cómo se le hundían los ojos, cómo empalidecía su piel y se le marcaban los huesos. Casi podía ver a través de él.Enrique le asió con sus huesudas manos por el cuello y apretó lentamente. Francisco podía sentir cómo se le escapaba la vida. Con una rapidez y una facilidad inhumanas, Enrique lo mataba suavemente.
Con el poco aliento que le quedaba, Francisco sólo pudo preguntar: -¿Quién demonios eres tú?- Y él, observando su demacrado rostro en los ojos apagados de Francisco contestó: -La Parca.