A Howard Hawks y a John Wayne no les había gustado nada Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). No sólo por su evidente condición de alegato contra la caza de brujas emprendida por el Comité de Actividades Antiamericanas, una labor inquisitorial con la que ambos no estaban en excesivo desacuerdo; para cineasta y estrella la película de Zinnemann cometía un pecado mayor que el de erigirse en altavoz de la discrepancia, en signo de debilidad, en paños calientes frente a la persecución del comunismo en Estados Unidos en plena Guerra Fría, cuando más contundente e inequívoco había que ser frente al poderoso adversario soviético: la película que protagonizaban Gary Cooper y Grace Kelly contravenía abiertamente las reglas básicas del western y, por extensión, de lo que debía ser el alma de América. Un sheriff no podía ser un “llorón”, un tipo errabundo, dubitativo y pusilánime que buscaba, imploraba, suplicaba la ayuda de tenderos, granjeros, camareros y barberos para cumplir con su trabajo, con su obligación de defender la ley y el orden, con el mandato de convertirse en héroe. Se imponía un acto de desagravio, una recuperación de los valores clásicos del Oeste que un director extranjero había vulnerado, además con subrepticias motivaciones políticas. Río Bravo (1959) es, además de la respuesta americana a la película de Zinnemann, un compendio del universo del western, del ya existente y progresivamente agotado y del que estaba por venir. La película, además de abrir la “trilogía” (en cuanto a temática y similitudes de escenario, personajes y situaciones) que completarían El Dorado (1966) y Río Lobo (1970), sería el tercero de los “ríos” dirigidos por Hawks, que incluye, además de los mencionados, Río Rojo (Red River, 1948) (en España son cuatro, si sumamos la traducción de The big sky (1952), titulada por estos lares Río de sangre).
La película es a un tiempo canónica y atípica, pero en cualquier caso magistral. El sheriff John T. Chance (John Wayne) es sin duda un tipo íntegro, un profesional de una pieza cuyo código moral coincide a pies juntillas con la ley que ha jurado defender. Cuando encarcela por asesinato al hermano (Claude Akins) de un poderoso terrateniente (John Russell, futuro villano en algún que otro western de Clint Eastwood), este ocupa el pueblo con sus pistoleros poniendo prácticamente sitio a la oficina del sheriff, que es también la cárcel. Frente a él, Chance sólo puede oponer la ayuda de sus ayudantes, un anciano cojo (Walter Brennan) y un borracho (Dean Martin). Finalmente, cuando los esbirros del villano acaben con su patrón (Ward Bond), a ellos se unirá un muchacho (el cantante Ricky Nelson y su tupé), excelente pistolero con ambas manos, y entre los cuatro deberán hacer frente a los hombres enviados contra ellos. Precisamente aquí está la contestación a la película de Zinnemann: un anciano inválido, un borracho y un muchacho son las únicas personas que en Solo ante el peligro ofrecen su ayuda al sheriff Will Kane que interpreta Gary Cooper.
La película de Hawks expresa su canon cinematográfico a la perfección. El guion de Leigh Brackett y Jules Furthman no se somete a reglas demasiado estrictas más allá de utilizar el esqueleto de planteamiento, nudo y desenlace. Al contrario, anticipa ya la libertad total a este respecto que supondrá Hatari! (1962): coloca a los personajes en una situación límite y se dedica a desarrollar la historia a partir de las maneras en que sus personalidades chocan: la ancianidad, la embriaguez, la inexperiencia y el orgullo, la templanza y la resignación, el amor, el desencanto, la incertidumbre del futuro, la creación de una nación desde la nada. De este modo, la historia está hecha, pero Hawks y compañía todavía introducen dos elementos más: en primer lugar, la chica (Angie Dickinson), para nada el habitual personaje femenino del western (se trata de una mujer autosuficiente, jugadora profesional, que sabe arreglárselas sobradamente en un mundo predominantemente masculino); por otro lado, el ingrediente racial, la ubicación física de la ciudad en las proximidades de México, la presencia hispana, la herencia cultural y social de un territorio que hasta 1821 fue español y hasta 1848 mexicano. Y aunque Pedro González y Estelita Rodríguez, que interpretan a los dueños del hotel, parecen responder al estereotipo de lo hispano que entonces (y ahora) se aplicaba en Hollywood, no es menos cierto que Carlos, el personaje de González, es uno de los que arriman el hombro escopeta en mano en el tiroteo final como un miembro más de pleno derecho del Oeste que presenta Hawks, y que es el que el cine no va a tardar demasiado en representar mayoritariamente.
Y la película de Hawks es atípica porque no presta demasiada atención a los antagonistas de los personajes principales. Los villanos carecen de identidad propia, de dimensión como personajes, son simples referencias, pretextos narrativos que justifican el planteamiento y el desarrollo de la acción. Ni Atkins y Russell poseen frases ni protagonizan secuencias con peso propio. Sus esbirros son una simple masa despersonalizada, hombres a sueldo que disparan, mueren o se rinden. Lejos de las estructuras clásicas del western, Hawks elude el tan manido tiroteo final, sino que crea una batalla: los sitiadores, sitiados por los rifles de Chance y sus hombres, sucumben bajo las explosiones de los cartuchos de dinamita lanzados por Stumpy (Brennan) y detonados por los disparos de Wayne y Martin. Pero además se trata de un western puramente urbano, cuya acción (dos horas y veinte minutos de metraje) transcurre en una ciudad, sin largas cabalgadas por espacios abiertos, sin planos generales del horizonte o de las formaciones rocosas, sin montañas ni, paradójicamente, ríos, en la que la autoridad es por tanto más policial que propia del western. Son las calles, con sus tiendas, sus casas, sus bares, sus cuadras, con sus habitantes, siempre en segundo plano, como parte del escenario y de la atmósfera, el único escenario en el que tiene lugar la trama, en cuyo desarrollo además son inmensa mayoría los espacios cerrados (la cárcel, el hotel, el establo…; sólo el desenlace tiene lugar a cielo abierto).
También supone una novedad en cuanto a la protagonista femenina. No se trata del típico florero pasivo que espera el resultado de los tiroteos para abrazar a su hombre y curarle las heridas; por el contrario, es una mujer con pasado, que arrastra una pérdida, que se ve envuelta en una situación de difícil salida (es decir, exactamente que los roles masculinos) y que es capaz de velar el sueño del hombre al que todavía no sabe que ama, recostada en una silla frente a la puerta de su habitación de hotel con la escopeta en el regazo, y lo que es más importante, intentando ocultarle a él que lo ha hecho. Ciertamente, conforme avanza el metraje, la evolución del personaje de Dickinson la va haciendo más convencional (piensa en hacerse sedentaria, en encontrar trabajo y tal vez formar una familia) al tiempo que la va erotizando (las famosas piernas de Angie Dickinson, mostradas con delectación por Hawks), pero en todo caso expresa acertadamente una evolución en los personajes femeninos del western (no se la ve en ningún momento curando heridas, trabajando en la cocina, criando niños o desempeñando cualquier otro oficio tradicionalmente asignado a las mujeres en el western).
Río Bravo también anticipa el western que viene. Filmada en la ciudad del Oeste de Old Tucson, en Tucson Arizona (tras el rodaje de El Dorado sería pasto de las llamas y obligaría a trasladar las filmaciones a Durango, México), el predominio estético y musical de lo hispano (la interpretación de Degüello, por ejemplo, y las referencias a El Álamo) anuncia ya la irrupción del spaghetti western de Sergio Leone que, a partir de la geografía del Oeste americano crea un universo propio, historica y cronológicamente descontextualizado, más próximo a las viñetas, al cómic, a la épica de la construcción americana, y que cuenta en sus escenarios y en sus personajes con un peso específico del pasado mexicano y español de los territorios en los que transcurre la acción, así como en el diseño de los decorados, la elección de localizaciones y el uso del acompañamiento musical.
La música es, precisamente, otro componente mítico de Río Bravo. No sólo por la brillante partitura de Dimitri Tiomkin sino, sobre todo, por el pasaje musical que comparten, no podía ser de otra manera, Dean Martin y Ricky Nelson, acompañados de Walter Brennan a la armónica y bajo a la atenta mirada de John Wayne. La interpretación de My rifle, my pony and me eleva la canción al Olimpo de las más míticas del western, la convierte en un clásico imprescindible de los años cincuenta y la sitúa como una de las más importantes del repertorio de Dean Martin.
La perfecta dirección de Hawks (que coloca la cámara a la altura que le gusta y deja que las cosas pasen delante de ella) y la espéndida fotografía de Russell Harlan retratan algunos de los momentos más míticos del western: Dino intentanto liar cigarrillos y fracasando invariablemente, su entradas en el saloon, primero humillado por quienes se ríen de un borracho y después impacable a la caza del sicario, su resurrección, con el afeitado y el cambio de ropa; las secuencias de Wayne y Dickinson, sus apariciones al abrir la puerta o vistiéndose o desvistiéndose tras un biombo, las rondas nocturnas (“yo tiraré por aquí, tú tira por allí”) al acecho de asesinos emboscados en las sombras o tras una esquina, el continuo intercambio verbal entre las paredes de la cárcel con las constantes quejas de Stumpy, que cree que no recibe de su jefe la atención y la consideración que merece, o ese final explosivo (nunca mejor dicho) que concluye con la imposición de la ley, y no con la muerte.
Río Bravo es un mito puro, cine con mayúsculas, la fórmula destilada de lo que ha hecho grande este arte por derecho propio. 141 minutos de acción, humor y emociones, imprescindible título de un género que es tan propio del cine que sus orígenes se confunden, se mezclan y se retroalimentan. ¡Qué grande es el cine por películas como Río Bravo! Cine que hace el mundo mejor.