Como cada año, los Bancos de Alimentos nos anuncian la llegada de la Navidad. Y aprovechando la proximidad de las fechas en las que, presumiblemente, todos andamos con el amor y la solidaridad a flor de piel, lanzan su campaña anual de recogida.
Ya he criticado en otras entradas este tipo de iniciativas, ancladas en prácticas benéfico-asistenciales y realizadas desde un paternalismo contrario a lo que algunos entendemos por justicia social. Si tenéis curiosidad, poner en el buscador del blog el término “alimentos” y os saldrán varias.
Esta vez, me abstendré de criticarlas. Llevo demasiado tiempo enfadado con este tipo de modelos y creo que no sirve de nada. Personalmente, estoy en fase de aceptación.
Creo que los Bancos de Alimentos, o cualquier otra forma de caridad o limosna, ocupan un papel fundamental. Y no me refiero al impacto en el bienestar de los beneficiarios, que considero mínimo, ni siquiera como apoyo a su supervivencia material.
La principal función de estos Bancos se dirige no a sus beneficiarios, sino a sus promotores y colaboradores: les permite sentirse bien, sentir que hacen algo ante el sufrimiento de sus congéneres y, de esta manera, exorcizar un poco la culpa que todos podemos sentir ante el mantenimiento de la desigualdad y la injusticia.
En esa función digamos que el medio importa más que el resultado. Y así andan legiones de colaboradores, desde niños hasta personas mayores, recogiendo alimentos con los que están convencidos de que mejorarán la situación de alguna persona o familia que lo esté pasando mal.
¿Y quién puede luchar contra este sentimiento?
Las prácticas asistencialistas están ancladas en nuestra cultura de un modo tan arraigado que no hemos sido capaces de sustituirlas por otros más modernos y eficaces. Y parte del problema es que responden a esa necesidad de sentirnos bien de la que hablo.
Por ello el asistencialismo sigue impregnándolo todo, desde las iniciativas privadas hasta las políticas públicas. Porque muchas de las críticas que hacemos a los Bancos de Alimentos, podríamos hacerlas sobre nosotros mismos, sobre las prestaciones del Sistema Público de Servicios Sociales, en demasiadas ocasiones tan paternalistas y tan asistencialistas como aquellas.
El pragmatismo, el posibilismo, cuando no directamente la opción por esos modelos son los argumentos que se esgrimen para mantener un sistema y unas prestaciones ineficaces contra la exclusión social e ineficientes contra la pobreza.
Y es que el Sistema Público de Servicios Sociales ocupa en la Política Social un papel parecido al de los Bancos de Alimentos en la solidaridad social. Es el “chivo expiatorio”, (el “tonto útil” si lo preferís), que permite al resto de políticas públicas (vivienda, empleo, ingresos…) convivir con los grandes problemas sociales actuales con la ilusión de que alguien se ocupa al final de todo ello.
Aunque no sea cierto, porque, en el fondo, no es eso lo que importa.