Más o menos desde que un tal Freud achacó todos los males de la gente a experiencias en su infancia (y siempre con su madre, por supuesto), una de las mayores preocupaciones de cualquier padre es evitar que sus hijos sufran algún tipo de trauma.
Esto que en sus inicios parecía (o debía) ser bastante fácil, se ha ido complicando a medida que avanzan los estudios sobre psicología. Ahora mismo casi cualquier cosa, independientemente de las amorosas intenciones de sus progenitores, puede traumatizar al niño de manera irreversible. La consecuencia lógica de esto es (o puede ser) un estado de ansiedad permanente en los padres y la disponibilidad de un arma arrojadiza nada desdeñable para cualquiera que quiera meterse (más bien imponer sus ideas) allí donde no le llaman (o sea, en cómo educan los demás a sus hijos).
Mi familia política es un tanto especial: De ciudad emigrada al campo (algo bastante habitual en los 70’/80’ en Alemania con el estallido del movimiento ecologista).
Se dice que no hay más radical (o intolerante) que el converso y, en mi caso, lo puedo confirmar absolutamente: En casa de mis suegros no entra NADA nuevo (y si entra es a regañadientes). Ni muebles, ni ropa, ni electrodomésticos… No es por falta de poder adquisitivo, sino más bien por una fatal combinación entre la austeridad tan típica de los alemanes y un frikismo/fetichismo por todo lo retro característico de mis políticos.
Este frikismo es lo que ha posibilitado que el negocio familiar sea lo que es (y es precioso y merece la pena absolutamente), pero que se extienda a la vida cotidiana tiene sus peligros: cualquiera que intente encajar un cochecito de niño original de los 70’ (muy bonito) en un ascensor o en el maletero del coche, o limpiar bien un exprimidor de zumo de los 50’ sabe de lo que hablo. Son objetos curiosos, con un diseño encantador, pero de prácticos no tienen nada.
Como ahora estamos en plena reorganización logística y esto implica la necesidad de algunos artefactos, se ha declarado en casa la guerra entre lo práctico y lo retro.
La cuna ha sido la primera batalla.
Como mi cuñada ha tenido un bebé hace poco, me ha quitado la cuna en la que dormía el pequeño. Había que conseguir otra y mi madre, ultrajada por las formas que tienen algunas y muy orgullosa como buena española (o así lo afirma el dicho teutón), me ha regalado una (por sus OOs).
La que tenía de mi suegra era bonita. Retro, de allá por la época de Carlos V (pero de posadero, no os vayáis a pensar que era una joya de la corona), pero bastante poco práctica: Rota o a punto de romperse en varios sitios, sin posibilidad de bajar el colchón (por lo que el niño ya se había tirado de cabeza un par de veces) y bastante mamotreto. Esa cuna es la que tuve con mi hijo mayor hasta que cumplió 2 años, así que soy consciente de sus carencias. Por eso mismo, esta vez quería una cuna de barrotes (de esas que suben y bajan, que se hacen cama, o sea, de esas practiquísimas y pensadas para todas las etapas del bebé hasta que pueda pasar a una cama normal), que me sirviese para el pequeño ahora y para el siguiente que se nos avecina (y mía, que tengo otra cuñada y no me da la gana de que, por ser yo la fémina adoptada, se les esté dando prioridad a ellas en estas cosas, como si mi marido tuviese menos derechos por ser hombre).
La reacción (¿política?) de mi familia alemana no se hizo esperar: enseguida empezaron a bombardearme con links de e-bay en los que aparecían cunas exactamente iguales a las que tenía. Bonitas, retro y necesitadas de una restauración (algunas de una reconstrucción completa) urgente.
Con mucha paciencia, les hice comprender la soberana estupidez que era comprar otra cuna así y lo práctico, cómodo y útil que era una cuna de barrotes. Lo entendieron y dejaron de ciberacosarme. Hasta que, un par de días antes de la llegada de mi cuñada, dije que me iba a IKEA a comprar la cuna.
Comprar en IKEA es, para mi familia adoptiva, casi peor que hacer tratos con el diablo. Lo odian. A mí, en cambio, me encanta. Ya sé que incita al consumismo descontrolado, que allí todo está estratégicamente dispuesto para que no puedas evitar llevártelo (aunque no lo necesites), que la calidad no es para tirar cohetes…etc. Pero me gusta mucho el concepto: Creo que permite a gente con menos recursos poner su casa como quieren (y no depender por narices de la cómoda horrorosa de la abuela/tía/prima del pueblo), redecorar y reajustar su vida de manera rápida y eficaz, relajarse con los niños (porque qué más da que la mesa se manche con rotulador, si no ha sido tan cara y ya cuando crezcan y sepan cuidar las cosas podrás adquirir la versión buena), moverse con más libertad (todos esos que van cambiando de destino cada par de años)…
Esto no significa que lo retro no me guste. Me encanta. Pero ya tengo bastante con evitar que 2 niños pequeños (pronto 3) se abran la cabeza, tener que coordinar las comidas varias y demás, como para encima tener que estar pendiente de que no se raye la mesa mientras saco brillo al valioso exprimidor de los 50'.
El caso es que cuando nombré al diablo (IKEA) oí cómo se les disparaban las alarmas a mis políticos. Habiéndose ya resignado a que la cuna iba a ser de barrotes, me suplicaban que, por lo menos, fuese de madera de verdad (y ya que estaba, de cerezo). Supongo que no es difícil especular sobre el precio de una cuna de cerezo auténtico ¿no? Nuevas, no bajan de los 500 euros (más luego somier, colchón…). Ya se estaban preparando para buscar en e-bay cuando dije que la quería nueva; pero, para mi sorpresa, en vez de desanimarse (que era lo que yo pretendía), mi suegra me llegó a ofrecer la cuna en cuestión a medida si quería.
Muchos en mi situación, habrían aprovechado la oportunidad. Creo que yo también, si no se tratase a esas alturas ya de una cuestión de honor: Si me dejaba pisotear/convencer (otra vez) me iban a tomar por el pito del sereno (sabiduría de Supernanny).
Ya he pasado por esto, sé de lo que hablo. No es la primera vez que se me ocurre contar con suficiente antelación que voy a ir a ver al diablo porque necesito, por ejemplo, una estantería y al día siguiente encontrarme un amasijo de tablas de madera, un montoncito de clavos y a mi marido semidesnudo y sudoroso (…mmmm…) montándome una estantería casera en el salón (torcida, desproporcionada y bastante fea). Precisamente por eso tengo que recurrir al Blitz Attack y que el enemigo no tenga tiempo de reaccionar: “Mañana me voy a IKEA a por la cuna” y no hay más que hablar.
La noche fue toledana. Mi marido se revolvía en sueños y, de vez en cuando, hacía algún intento por convencerme. Viendo que era imposible (que el orgullo español no es ninguna tontería) recurrió al arma arrojadiza por excelencia como último recurso: El trauma.
“El niño se va a traumatizar por dormir en una cuna de barrotes, como la cárcel/barata/blanca”… zzzzzzzz (me hago la dormida porque a tonterías así más vale no contestar: ¿Están traumatizados la aplastante mayoría de los niños del mundo por sus cunas? ¿ellos mismos (cuyas cunas retro han costado lo mismo)?) zzzz…
Y el el argumento definitivo, su clavo ardiendo (que ya no pude ignorar): “El niño va a desarrollar alergias por dormir en una cuna sintética”… ¡¿Cómo?! El ataque de risa fue memorable… Y después de la risa, al verle tan serio, me golpeó la realidad:
¿Quién está traumatizado aquí?