Y hablando de Leeds, que lugar más curioso. Encarnaba perfectamente esa superposición de niveles de realidad que presentan los lugares con un momento de efervescencia concreta en el pasado. Y pocos países como Inglaterra están tan profundamente marcados por la repentina y abultada riqueza de la explotación colonial. Ese siglo victoriano que ha dejado sembrada la isla de mansiones oscuras con chimeneas de ladrillo contrasta vívidamente con fenómenos recientes como la presencia masiva de emigrantes (indostánicos la mayoría de los de Leeds) y mujeres borrachas disfrazadas con los peores tejidos del mundo y profusión de abalorios escatológicos decididas a convertir la despedida de soltero en una trademark.
Como viene siendo ya casi un hábito de mi inconsciente, mi inevitable encuentro con el cementerio (el antiguo, uno que ahora ha sido absorbido como campus de la universidad y que con las lapidas ha pavimentado los caminos) fue lo mejor de la ofrenda de asueto que le brindé a Leeds. No comí mal (ahí el agente indostánico dejó claro por donde se había ganado al agente nativo) y me impresionó el relax y amabilidad con que los locales cumplen tan estrictamente su compromiso con la puntualidad. Algo de telúrico tiene que haber en lo que sin duda es un don. Algo en el mórbido subsuelo de esa isla o en su arquitectónica cúpula de nubes debe ayudar a los lugareños a coordinarse tan bien y a sacar tanto provecho de sus frutos.
A esa inabarcable presencia los japoneses del shinto le siguen rindiendo culto y mostrando su agradecimiento por los suculentos frutos que da su tierra y la armonía que desciende de su cielo. Y no creo haberme ido muy lejos pues en York tuve la imposible certeza de haber estado allí antes. Se trataba, claro está, de una burda asociación de imágenes y como mucho de olores. Los leños enmohecidos que soportan las casas, las paredes encorvadas encauzando calles perfectamente rectas, todos esos indicios de una ciudad que durante cientos de años ha soportado con seguridad miles de toneladas de agua vertical y su tranquilidad, su excelente tea y el silencio de las sonrisas de sus huéspedes me recordaron mucho a una ciudad de Japón, quizá Takayama.