Revista Creaciones

Treinta minutos

Por Patriciaderosas @derosasybaobabs

Esta mañana estaba en Gijón por trabajo y tenía reuniones ubicadas en extremos opuestos de la ciudad. El navegador me proponía un paseo de treinta minutos por la costa mientras que la opción b pasaba por enfrentarme a tráfico, búsqueda de aparcamiento y algún posible despiste. Porque mi orientación es nefasta y aún así, tiendo a creer que el GPS se equivoca y tomo decisiones por él. Total, treinta minutos. Así que sin dudarlo, he optado por caminar en un maravilloso día soleado de otoño y ver el mar, que siempre alegra un lunes.

Llevaba más de veinte minutos caminando cuando me he dado cuenta de que no me había enterado de nada. Iba con el paso demasiado ligero, la cabeza centrada en lo que me no me deja dormir, en algunas preocupaciones y en otras cosas sin importancia, con la vista entornada hacia el frente pero sin mirar a ninguna parte obviando que, a mi derecha, la playa de San Lorenzo me regalaba un momento indescriptible. Caminando con el teléfono en la mano, agarrado bien fuerte, como si fuese a llegar el mensaje más importante o la llamada más esperada y no fuese a enterarme si lo guardaba en el bolso. Olvidando que los mensajes esperan y que las llamadas se pueden repetir, incluso devolver.

No me gusta perder el tiempo, a nadie le gusta, pero lo cierto es que solo creo que lo estoy malgastando cuando lo invierto en algo sin sentido. Por suerte, las mejores cosas de la vida tienen algún sentido. Ese paseo no suponía perder el tiempo cuando lo comencé. El paseo inútil, sí lo fue.

Me marchaba ya de mi reunión cuando una persona me ha dicho: La vida va de otra cosa.

Como persona altamente influenciable en momentos de debilidad, he decidido que el paseo de vuelta no podía ser inútil. Sin teléfono, sin auriculares y sin prisa he comenzado el camino de regreso. La playa llena de perros y sus dueños, que han formado esa pandilla mañanera que coincide a diario sin acordar la hora y acaba tomando el café en alguna terraza cercana. El paseo abarrotado de parejas de ancianos que charlan y se detienen, siguen charlando y se detienen de nuevo. Otras que quedan para caminar y duplicar los diez mil pasos recomendados. Los siempre fieles surferos y nadadores diarios. Un señor haciendo estiramientos de yoga con una elasticidad que yo envidiaría en mi mejor día. Dos trabajadores de la limpieza con detectores de metal. Un grupo de niños que por alguna razón hoy no había ido al colegio. No demasiados corredores, que esos madrugan más. Nada extraño. Lo habitual, lo que reconforta que siga ahí. Llegando al final del paseo, he visto a dos personas jugando a palas. Algo tan simple y tan común es lo único que me ha sorprendido. Para mí las palas siempre han sido sábados de junio o martes de agosto. Pero nunca lunes de octubre.

Me he hecho más de diez preguntas en un minuto. ¿No trabajan? ¿Quedan cada lunes para jugar a palas en la playa?¿Son conscientes de lo afortunados que son en este instante?

He sentido la misma envidia que siento cuando mi hermana me dice un lunes cualquiera que se ha preparado algo rápido para llevar y cuando salga de trabajar se irá a comer sola a la playa más cercana. O a una más allá, sin mala conciencia.  No se da su verdadero valor al lujo barato. Poder huir y regresar en apenas unas horas. Como un truco de magia.

Pienso en mi primer paseo veloz y echo la culpa a la ausencia de playa en mi vida porque siempre es más fácil culpar a quien no está. La culpa no es mía, por descontado.  Pienso en si jugaría a palas un lunes sin demasiado trabajo si viviese en la costa o si formaría una pandilla con quien tomar café a media mañana si tuviera un perro. Me pregunto si me bañaría en las frías aguas del cantábrico una mañana de invierno o si caminaría sin prisa con unas zapatillas adecuadas (con lo poco que me gusta a mí lo adecuado) por el mero placer de conversar. Caminar y detenerme.

Seguramente no. También hay un cierto placer inexplicable en correr con bailarinas y más peso del adecuado (otra vez esa palabra) y hasta en esperar una llamada que no va a llegar. Sí, la vida va de otra cosa. Pero a saber qué cosa.


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