Revista Arte
Chéjov vuelve a mostrarnos sus dotes de maestro a la hora de coger el bisturí y diseccionar el alma humana. Esos ecos escondidos donde van a parar nuestros últimos y más escondidos deseos, él los rebota y nos los muestra de una forma sencilla y nada grandilocuente entre risas y sollozos, como si nos mostrara nuestras vidas reflejadas en un espejo grande y universal; un espejo sin medidas ni límites, como sin medidas ni límites son los sentimientos del ser humano; después de todo, qué es la felicidad sino una mera ilusión. En esta ocasión, Juan Pastor (director y responsable de la versión libre sobre la novela corta de Chéjov Tri Goda), ha tenido el gran acierto de presentarnos a los personajes sometidos a la tiranía del amor con un punto cómico que equilibra los momentos más tensos y dramáticos de la propia obra. Pero no sólo eso, porque la economía de medios a la hora de afrontar el montaje no se resiente lo más mínimo en el resultado final de la representación, sino más bien todo lo contrario, porque el gran plantel de actores nos hacen de acertados interlocutores del texto y de las distintas situaciones que se suscitan a lo largo del texto, y lo hacen de una forma muy acertada, donde la dicción de todos ellos es alta y clara, lo cual se agradece y mucho a la hora de de entender un texto rico en matices. Tres años estará en el Teatro de La Guindalera de Madrid hasta el próximo 30 de noviembre, y se nos antoja que es una magnífica oportunidad de volver a revisitar al incombustible Chéjov, mandarín de las grandes emociones humanas desde los diferentes modos que las misma puede ser presentadas, ya sea a través del relato corto, la novela como en es este caso el teatro.
Si traspasamos el límite de aquello que vemos y oímos, nuestra osadía seguramente nos lleve a preguntarnos dónde radica el éxito de esta obra. Quizá en que nos pasamos la vida buscando el amor, sin saber ni el cómo, ni el cuándo ni el por qué. A veces el amor está a nuestro lado y no lo vemos, cegados como estamos por el tópico de la felicidad total, un sentimiento que la vida día a día nos demuestra que no existe. Esta entelequia que nos lleva toda una vida descifrar, es lo que le lleva a uno de los personajes a decir que el verdadero amor crece con el conocimiento, y quizá esté en lo cierto, aunque también otro de los actores nos recuerda que la felicidad está en la aceptación de la realidad. En este sentido, la pasión inicial de Alejandro deviene en ese desamor que el paso del tiempo se encarga de acrecentar, mientras que la desidia o el desinterés por su marido que inicialmente expresa Julia se convierte en el amor que sólo da el paso del tiempo y el conocimiento de la persona nos puede dar. En definitiva, un juego de contrarios que nos muestra lo caprichosos que son los designios que conducen nuestras vidas.
Si bien Tres años está situada en España en los azarosos años que precedieron a la Guerra Civil Española, a poco que nos dejemos llevar por nuestro subconsciente literario y fílmico, nos desplazaremos sin mucho esfuerzo hacia esos otros ámbitos genuinamente rusos que por ejemplo existen en El jardín de los cerezos con sus dachas y sus grandes propiedades, y que en la obra de teatro que ahora abordamos, tienen su punto álgido en la escena donde Alejandro (Raúl Fernández) coge una sombrilla y se pone a bailar con ella, porque ahí, y casi sin darnos cuenta, parece que estemos viendo a Marcello Mastroianni en su personaje en Ojos negros de Nikita Mikhalkov sobre un relato corto del propio Chéjov. Similitudes al margen con las múltiples representaciones que sobre nuestro subconsciente colectivo tiene el universo del ARTE, de lo que sí nos congratulamos es del alto nivel de todos los actores que dan vida a unos personajes encadenados al amor en sus distintas vertientes, que como en una montaña acaban en un cima llamada FELICIDAD. Paulina (Alicia González) es una hábil y atenta interlocutora, que aparte de dirigirse con soltura y sencillez al público, proporciona de las dosis necesarias a su personaje para que creamos en él y en sus particulares contradicciones. Del mismo modo, que Gregorio (José Maya) explora con éxito las dotes de bon vivant de su personaje y ejerce de necesario contrapunto a la amargura de Alejandro. Jaime (José Bustos) es un guaperas que no explota su físico a la hora de enamorar a mujeres bonitas, sino que más bien intenta darle una solución química a sus exploraciones sobre el amor, a lo que hay que añadir su faceta musical tocando el piano de una forma más que solvente (doble acierto). Julia (María Pastor) tiene esa rara habilidad de irnos ganando a medida que avanza la representación para convertirse al final de la misma en el gran hallazgo interpretativo de la noche, solvente, risueña, pizpireta, cómica o realista, en fin, maravillosa, sobre todo cuando en la escena en la que canta acompañada del piano de Jaime, es capaz de transmitirnos todo un mundo de sensaciones con un brillo en sus ojos que enamora. Alejandro es el alma más atormentada de la obra y al que Raúl Fernández sabe darle las dosis necesarias de un existencialismo que recorre como un tobogán los diferentes estados de ánimo del ser humano, y lo hace de una manera acertada, pues lleva en todo momento con gran acierto el peso de la representación, aunque si algo hay que destacar de la misma es el alto nivel de todos los participantes a la hora de mostrarnos cómo el amor es una mera ilusión.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
Si traspasamos el límite de aquello que vemos y oímos, nuestra osadía seguramente nos lleve a preguntarnos dónde radica el éxito de esta obra. Quizá en que nos pasamos la vida buscando el amor, sin saber ni el cómo, ni el cuándo ni el por qué. A veces el amor está a nuestro lado y no lo vemos, cegados como estamos por el tópico de la felicidad total, un sentimiento que la vida día a día nos demuestra que no existe. Esta entelequia que nos lleva toda una vida descifrar, es lo que le lleva a uno de los personajes a decir que el verdadero amor crece con el conocimiento, y quizá esté en lo cierto, aunque también otro de los actores nos recuerda que la felicidad está en la aceptación de la realidad. En este sentido, la pasión inicial de Alejandro deviene en ese desamor que el paso del tiempo se encarga de acrecentar, mientras que la desidia o el desinterés por su marido que inicialmente expresa Julia se convierte en el amor que sólo da el paso del tiempo y el conocimiento de la persona nos puede dar. En definitiva, un juego de contrarios que nos muestra lo caprichosos que son los designios que conducen nuestras vidas.
Si bien Tres años está situada en España en los azarosos años que precedieron a la Guerra Civil Española, a poco que nos dejemos llevar por nuestro subconsciente literario y fílmico, nos desplazaremos sin mucho esfuerzo hacia esos otros ámbitos genuinamente rusos que por ejemplo existen en El jardín de los cerezos con sus dachas y sus grandes propiedades, y que en la obra de teatro que ahora abordamos, tienen su punto álgido en la escena donde Alejandro (Raúl Fernández) coge una sombrilla y se pone a bailar con ella, porque ahí, y casi sin darnos cuenta, parece que estemos viendo a Marcello Mastroianni en su personaje en Ojos negros de Nikita Mikhalkov sobre un relato corto del propio Chéjov. Similitudes al margen con las múltiples representaciones que sobre nuestro subconsciente colectivo tiene el universo del ARTE, de lo que sí nos congratulamos es del alto nivel de todos los actores que dan vida a unos personajes encadenados al amor en sus distintas vertientes, que como en una montaña acaban en un cima llamada FELICIDAD. Paulina (Alicia González) es una hábil y atenta interlocutora, que aparte de dirigirse con soltura y sencillez al público, proporciona de las dosis necesarias a su personaje para que creamos en él y en sus particulares contradicciones. Del mismo modo, que Gregorio (José Maya) explora con éxito las dotes de bon vivant de su personaje y ejerce de necesario contrapunto a la amargura de Alejandro. Jaime (José Bustos) es un guaperas que no explota su físico a la hora de enamorar a mujeres bonitas, sino que más bien intenta darle una solución química a sus exploraciones sobre el amor, a lo que hay que añadir su faceta musical tocando el piano de una forma más que solvente (doble acierto). Julia (María Pastor) tiene esa rara habilidad de irnos ganando a medida que avanza la representación para convertirse al final de la misma en el gran hallazgo interpretativo de la noche, solvente, risueña, pizpireta, cómica o realista, en fin, maravillosa, sobre todo cuando en la escena en la que canta acompañada del piano de Jaime, es capaz de transmitirnos todo un mundo de sensaciones con un brillo en sus ojos que enamora. Alejandro es el alma más atormentada de la obra y al que Raúl Fernández sabe darle las dosis necesarias de un existencialismo que recorre como un tobogán los diferentes estados de ánimo del ser humano, y lo hace de una manera acertada, pues lleva en todo momento con gran acierto el peso de la representación, aunque si algo hay que destacar de la misma es el alto nivel de todos los participantes a la hora de mostrarnos cómo el amor es una mera ilusión.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
Sus últimos artículos
-
Vicente valero, el tiempo de los lirios: la importancia de la contemplación y el silencio
-
Jaume plensa, materia interior en la fundación telefónica: la luz que nace de la oscuridad
-
Peggy guggenheim, confesiones de una adicta al arte: el esqueleto de un trepidante travelling vital
-
Ricardo martínez-conde, va amaneciendo: el silencio, una forma de habitar el mundo