Revista Cultura y Ocio

Tres notas sobre Lovecraft

Por Calvodemora
Tres notas sobre Lovecraft
1
Dicen de Lovecraft que fue el maestro absoluto del terror cósmico materialista. Siempre que veo The thing, La cosa, la obra clásica de John Carpenter, pienso en las deudas que Lovecraft jamás cobró en vida, el escaso reconocimiento que tuvieron sus cuentos. En La cosa no importan los muertos que va dejando la criatura del espacio. Tampoco, aunque parezca lo contrario, el modo en que las va eliminando. Importa el hecho de que hay una criatura y de que procede del espacio. También la certidumbre de que está aquí antes que nosotros mismos. Que hay una especie de derecho sideral a hacer y deshacer en su casa como bien le plazca. John McTiernan, dirigiendo Depredador, no se opone a esta idea: el alienígena es el hombre. Él es el sacrificado.
 2
De Lovecraft, el misántropo, cuenta esa impresión ancestral de que la Historia que nos han contado no ofrece los datos fundamentales y se limita únicamente a cierta parte visible, contrastable sin dificultad, esquivando sin pudor lo que la forja, evitando involucrar en su fundación fuerzas telúricas, atávicas, terroríficas siempre; fuerzas que, larvadas, solo esperan que se las despierte y ocupen el lugar del que nunca debieron retirarse y el caos, a través del linaje de los dormidos, reine en la tierra y la someta a la voluntad de sus dioses. Precisamente Lovecraft aparta a Dios, al cristiano, de toda su maquinaria narrativa con el solo objetivo de dejar al hombre, la criatura que alumbró ese Dios en el principio arquetípico de los tiempos, abandonada a su suerte, desamparada completamente. En el terror, Dios juega un papel primordial, pero el enfermizo autor de Providence, asqueado del mundo, incapaz de integrarse en la realidad, lo mata de un modo fulminante. Nadie ha matado a Dios como Lovecraft, sin que en ninguna de sus tramas haya una evidencia explícita de esa osadía literaria. Pienso en Sartre, en Camus, en Nietzsche o, más en la actualidad, Onfray, Hitchens o Dawkins, autores que acojen a Dios en su pensamiento para hacerlo eje absoluto de sus escritos y hacerlo trizas. Lovecraft, el huraño, el solitario, el aquejado de todos los males del hombre, es un puritano reconvertido en cronista de los infinitas abominaciones que la realidad esconde. En ese cosmos no hay lugar para la divinidad. Lovecraft tira de un ejército de oscuros dioses, de indecibles dioses que espolean hasta el paroxismo la inquietud del lector. Entonces y ahora.
 3
No sé las veces que he leído Los mitos de Cthulhu. Aplazo a veces su relectura porque no puedo evitar sentirme abducido por lo que cuenta al modo en que casi ningún otro autor (incluso autores cuyo estilo y tramas me fascina más) logra embaucarme. Hay una trampa hermosa en esos mundos primitivos. Yo los admiro por lo tenebroso y por lo fantástico. Lovecraft es un Poe avanzado, uno de esos alumnos estupendos que retoman la senda del maestro y, sin copiarla abiertamente, la merodean, la reformulan y extraen de ella la parte nuclear, su atomismo limpio. Las limitaciones de Poe son, en Lovecraft, caudal sin fondo. Lo que había en Poe de poeta es en Lovecraft un descenso al materialismo más cruel. Mi entusiasmo procede de la sensación de pérdida que produce ese materialismo. Lo que busco en lo impredecible de su tramas es esa decadencia mórbida, tan del gusto de la época, con toda la herencia del miedo anglosajón, como razonaba Rafael Llopis en su prólogo a los Mitos, en la canónica edición de Alianza. Me siento confortado cuando Lovecraft me perturba. Vuelvo a Lovecraft en pegrinaje. Y de vez en cuando caigo en la cuenta de que hace mucho que no escribo sobre Lovecraft y busco dentro lo que todavía no he sacado. Temo repetirme. Tampoco me importa.   

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