Últimamente todo el mundo se separa a su alrededor. Supone que está en la edad. Ya pasó la época de las bodas, de los nacimientos, de los cumpleaños infantiles, hasta de alguna comunión, y ahora se impone la parte amarga de la realidad. Las rupturas duelen. También, las ajenas. Es como si se le quebrara la fe en el amor, como concepto.
Está acostumbrada a que tanto unos como otras les cuenten sus cuitas, sus cuernos, sus abandonos… Como en todas las realidades no hay una sola. Está la que se cuenta, la que se calla, la de la tercera persona… Pero nunca había escuchado la de los hijos. Ni se lo había planteado.
El otro día, en el trabajo, en una de esas grabaciones inacabables que duran toda una jornada y en las que una comparte su día y confesiones con auténticos desconocidos con los que, probablemente, jamás volverá a coincidir, un chico, le contó cómo su padre les dejó por la becaria. Por una chica, veintitantos años menor. Y le dejó helada el concepto. Les dejó. Le habló entonces de la mala relación, de los litigios, las disputas por la hipoteca, la guerra por las pensiones, la custodia, el regateo, también del cariño.
Ella trataba de poner un poco de foco, de esperanza, en todo aquello. Que aquel hombre siempre sería su padre, a pesar de todo. Y que, con el tiempo, aprendería a verlo como un hombre, sólo como un hombre. Y no como padre, como el hombre que le había criado. Que era lícito volver a enamorarse. Que esas cosas pasaban. Que la vida era así. Que no era fácil.
Después, al llegar a casa de aquel chico, les esperaba la madre. Y le contó, también su versión. El dolor, la mentira, la traición, la mezquindad. En todo aquello, faltaba la versión de aquel madurito adinerado que perdió la cabeza por una cría. Probablemente él irá contando a quien le quiera escuchar que cuando la vio lo supo. Que había encontrado al amor de su vida.